¿Qué diablos es eso de la gran novela americana?

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¿Qué diablos es eso de la gran novela americana?

En una de sus últimas entrevistas, Roberto Bolaño contó a modo de chiste su método secreto para abarcar tantas y tantas lecturas estadounidenses. Su amigo Rodrigo Fresán se encargaba de los autores de la costa oeste, él se quedaba con los del este y luego se contaban lo que había leído cada uno. La anécdota la recordó el catedrático y crítico de EL PAÍS Eduardo Lago durante la presentación en la Feria del Libro de Guadalajara de su ensayo, Aquí no vive Walt Whitman (Sexto Piso). “Años después de aquella entrevista –contaba Lago tras la presentación– una crítica muy importante me dijo: Fresán y tú le debéis a los lectores en español un libro sobre la literatura norteamericana. Y se me quedó clavado”.
El resultado son más de 300 páginas por donde se dibujan las distintas rutas de las letras estadounidenses desde la segunda mitad siglo XX, sus raíces y sus cruces de caminos. “Se trata de poner un poco de orden y establecer un mapa más o menos histórico desde mi posición durante los últimos 30 años de observador privilegiado desde el vientre de la bestia”, apunta Lago, antiguo director del Instituto Cervantes en Nueva York, catedrático de Literaturas Hispánicas en la Universidad privada Sarah Lawrence College, traductor de Henry James o Silvia Plath y ganador del Premio Nadal en 2006 por la novela Llámame Brooklyn.

Portada del ensayo

Su cartografía está marcada por una tensión o una doble hélice. Por un lado, la emergencia de “un importante número de narradores que empezó a cultivar un tipo de escritura deliberadamente difícil sin que ello fuera el resultado de una decisión colectiva”. A los que Lago ha dado en llamar “Escuela de la dificultad”, marcada por tres hitos casi biológicos: su nacimiento en 1955 con Los reconocimientos, de William Gaddis, su cenit con El arco iris de la gravedad, de Thomas Pynchon en 1973, y su sepultura en 1996 con La broma infinita, de David Foster Wallace.
Por otro lado, “otra mucha literatura de interés que no participa de la dificultad, lo hace de manera parcial o incluso opera a la contra de ella”. En este segundo grupo estarían, por ejemplo, autores como Jack Kerouac, Lucía Berlin o Raymond Carver. “Es él quien hace saltar la alarma de que hay un incendio en la casa. ¿Dónde metemos a gente que no se complica la vida pero nos llega al corazón?”
A partir de ahí, de esa “doble hélice donde cabe todo”, Lago lanza una mirada tanto al pasado –subraya la ascendencia de Joyce, Nabokov y Becket– como al futuro. En un guiño al título Cuatro cuartetos de T.S. Elliot, repasa las listas de a cuatro que diseñaron Foster Wallace y Harold Bloom en busca del canon –en las que coinciden Pynchon y DeLillo–, escoge sus cuatro autoras favoritas –Toni Morrison, Annie Proulx, Joyce Carol Oates y Marilynee Robinson– y deja coja la cuarta pata de la mesa: “Están George Saunders, David Eaggers o Michael Chabon, pero no hay ningún nombre emblemático hoy en día que haya roto el panorama. Estamos en una etapa de tanteos”.
¿Qué diablos es eso de la gran novela americana? Con este epígrafe para uno de sus capítulos Lago recupera la antigua etiqueta acuñada en a finales del XIX, “que de manera un poco endogámica y provinciana, pero con operatividad pedagógica trata de responder a la pregunta ¿qué novela nos explica a nosotros?”. Un cajón en el que entrarían La letra escarlata, Moby Dick, Las aventuras de Huckleberry Finn o, la más reciente, Libertad de Jonathan Franzen, que da cuenta, según Lago, “de la época de Obama”.
Franzen y Foster Wallace, amigos y contemporáneos, representan las dos polaridades que chocan y convergen en las letras estadounidenses: el regreso del realismo casi decimonónico y la novela experimental posmoderna. “El programa de Franzen consiste casi en volver a Tolstoi, que ya tuvo su época. Por eso mientras que a Foster Wallace los chicos de ahora le siguen con devoción, Franzen se está convirtiendo en el hazmerreír de la gente”.