Clara García Rutinas y quimeras

Él venía de una fuerte separación, yo navegaba en el océano de la soltería segura de que el matrimonio era un convencionalismo social; entrada ya en la década de los 30, difícilmente los hombres me deslumbraban por su verbo o apariencia y transitaba por esos años en que la familia se la pasa preguntando ¿cuándo te casas?, ¿tienes novio?, ¿no piensas tener hijos? y el hartazgo de hombres inmaduros, oportunistas y pasados de lanza por el solo hecho de verme soltera.

Él tenía por costumbre pasar por mi oficina cuando andaba cerca para platicar un rato, hacer un poco de catarsis por su separación; nos habíamos conocido años atrás y nuestra amistad era por ser coterráneos, el escribía cuentos y yo editaba entonces una revista.

Éramos como dos almas pueblerinas extraviadas en la violenta guerra de la sobrevivencia citadina. Creo que nadie a nuestro alrededor entendía del canto de los pájaros, el ruido del caudaloso río, el paisaje del valle pintado de verde. Cuando coincidíamos en algún lugar, platicábamos del pueblo y él hacía algo que me molestaba muchísimo, se reía de mí, porque decía, me tomaba muy en serio y yo intentaba siempre explicarle que por mi edad tenía que poner siempre “cara de perro” para que la gente me tomará en serio porque los ámbitos laborales donde trabajaba no me veía bien por ser muy joven; pero él reía más ante mi explicación.

Nunca fuimos amigos cercanos, tal vez nuestra amistad oscilaba en el tercero o cuarto círculo de amistades hasta que encontró en mi oficina un espacio de desahogo, donde después de escucharlo terminábamos hablando del pueblo.

En algunos momentos lo invité a mis círculos de amigos, todos “frikis”, cuyas afinidades eran ser aburridos y hablar de películas y libros. Desde entonces descubrí que tenía una mala costumbre, querer pagar siempre la cuenta si nos reuníamos en algún bar o restaurante, incluso, le llegaron a llamar, el hombre de las propinas generosas.

Un día llegó a mi oficina cuando la jornada de trabajo estaba por terminar y yo en mi escritorio revisaba la cartelera cinematografía, educado, como siempre ha sido, me dijo, ¿no interrumpo? Con la mano le hice la seña que pasara, “para nada, estoy viendo que películas hay pero no encuentro nada interesante, solo hay tontas películas americanas”. Aunque yo sabía que él era un hombre alegre y optimista desde que se había separado tenía una expresión de tristeza en su rostro y no reía. Pero ese día soltó la carcajada y me contestó, “que te digo licenciada, te tomas muy en serio”, como soy de mecha corta, inmediatamente me prendí y le dije, “eso no es cierto, ándale te invito al cine para que veas que no tengo ningún problema con ver películas americanas”.

Con expresión de asombro me dijo “me estas invitando al cine” y contesté “sí y yo pago la entrada”, “entonces yo pago las palomitas” contestó muy contento.

Nos casamos un año después, en el pueblo, con bendición del cura y bodorrio de rancho. Dentro de pocos días cumpliremos 18 años de matrimonio, compartiendo una casa con libros y besos (como dice Sabina).

Debo decir, que el día que lo invité al cine, yo ignoraba que él era un gran cinéfilo, tanto que establecimos entre los acuerdos matrimoniales que yo pagaría las entradas siempre y el pagaría las palomitas. Era al igual que yo un viajero empedernido y compartimos desde el primer momento muchas aficiones, es amante de la lectura, conversador inagotable, experto lector de noticias, un diccionario durmiente y en muchos momentos mi maestro de periodismo.

Decía el Padre Larrañaga que el enamoramiento es el embrión del amor; porque el amor se construye con vasitos de felicidad diaria, se alimenta con vasitos de pequeñas atenciones como preguntar ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes hoy? ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?, decir: gracias, con permiso, buenos días y yo lo he comprobado. Me sorprende cuando la gente casada le dice a los solteros, “no, no te cases”,” te vas esclavizar”, “vas a perder tu libertad”. Cuando escucho eso, pienso ¿Qué vida vivirán? Si esta condición ha sido la etapa más feliz, más libre, más realizada de mi vida.

Hace días comentábamos la imposibilidad de festejar ya sea con un viaje o una comilona el que este matrimonio llegue a la mayoría de edad, pero después de todo este tiempo, valoramos seguir haciendo cosas juntos por primera vez; como el vivir una epidemia nunca imaginada en nuestras vidas.

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El amor existe