Escuchaba la plática de mis alumnos que venían en los asientos posteriores de la camioneta tipo van que la escuela nos había facilitado para realizar el viaje a Tula, mientras revisaba las noticias en mi teléfono celular; entre risas hablaban emocionados de todo lo que habíamos recorrido ese día y se apresuraban haciendo planes para organizar otro viaje, nadie hablaba de la pandemia, ni de los meses que estuvimos confinados, ni de las clases en línea; aunque ninguno se quitara el cubreboca parecía que estaban asumiendo que la pandemia iba de salida.
Uno de ellos interrumpió mi lectura para preguntarme si podríamos visitar la huasteca potosina, en ese momento los recuerdos se me agolparon; porque estábamos precisamente en Xilitla cuando por televisión se anunció el confinamiento y cierre de escuelas, en aquel marzo fatídico del 2020; iba a responder cuando alguien dijo “pero ya se está acabando noviembre y también el año”, reparé entonces en que mi querida tía Jovita estaba por cumplir un año de haber muerto y que Salvador, mi “primo de verdad” (como él decía), también cumpliría un año de haber fallecido.
Intenté volver a mi lectura cuando vi la noticia que hablaba de que los mercados europeos habían caído por el temor a una nueva cepa del covid que había mutado y parecía muy peligrosa; sentí la boca pastosa, mientras oía el entusiasmo de mis alumnos por volver a viajar juntos, leía la amenaza de un posible retorno al confinamiento. Fue como estar en dos dimensiones, donde la alegría de volver a viajar chocara de frente con la de volverse a confinar, ante la insistencia de la viabilidad de otro viaje, les dije que por lo pronto degustáramos el que se estaba realizando porque había incertidumbre mundial ante la nueva cepa llamada Ómicron.
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Había sido un día largo, pero de gran provecho porque visitamos muchos lugares; el itinerario se cumplió según lo planeado. A las siete de la mañana arrancamos desde Ciudad Victoria hacia Palmillas; el día amenazaba con lluvia y frío pero conforme nos fuimos acercando a nuestro primer destino la lluvia comenzó a disiparse.
Mis alumnos de séptimo semestre habían insistido durante el semestre de que realizáramos un viaje para conocer algo del patrimonio cultural de Tamaulipas, ante su insistencia les propuse un recorrido y les pedí que ellos gestionaran los recursos. A los dos días me presentaron el plan, el presupuesto y la lista de quienes asistirían, en los siguientes días me fueron informando de los avances del plan hasta que se definió el día, el transporte y los pasajeros. Su capacidad de organización, ejecución y gestión la pusieron en práctica con resultados exitosos.
La Unidad Académica Multidisciplinar de Ciencias, Educación y Humanidades (UAMCEH) generosamente nos facilitó el vehículo, lo que abarató costos del pasaje, cooperándose entre ellos para la gasolina y un exalumno hizo las veces de chofer. Paramos en Palmillas donde visitamos el retablo de Nuestra Señora de las Nieves, ahí les hablé de arte barroco y de la fundación del lugar, su evangelización e historia, en la plaza nos dimos tiempo para compartir el lonche que se multiplicó en flautas de chorizo con frijoles, huevo, chile rojo o verde; sobró y guardamos el resto para lo que se ofreciera.
Exploramos algunas calles que ahora lucen con fachadas hermosamente pintadas y entramos a conocer la casa de la cultura, abierta desde muy temprano. Nos dimos tiempo para tomar fotos, muchas fotos de los edificios, paisajes y del grupo para dejar constancia de que si estuvimos ahí.
Sin contratiempos nos fuimos a Tammapul, el sitio arqueológico que se encuentra en la carretera Tula–Ocampo, ahí estaba Justo Méndez, un hombre con aspecto de vaquero y machete a la cintura quien nos recibió y sin más empezó a soltarnos datos, fechas y descripción del lugar. Nacho, mi alumno que había preparado su clase e iba a hacer su exposición in situ, con libreta en mano asentía con la cabeza a cada aseveración hecha por Justo. Finalmente, después de una exposición muy puntual, nos permitió acceder al lugar para que la admiráramos de cerca y tomar fotografías.
Sin prisas dejé que los muchachos agotaran su tiempo con la pirámide y cuando finalmente todos se volvieron a reunir en la camioneta me sorprendió ver que habían intercambiado teléfonos con Justo y se despedían de él como grandes amigos. La empatía de este vigilante-guía provocó entusiasmo en los estudiantes, acostumbrados a la hostilidad de los adultos; les contó que él era del lugar y que creció escuchando historias de los antiguos habitantes, de la abundante agua que llegó a tener la laguna de San Isidro y que ha sido testigo de la destrucción de la pirámide por personas que creen que hay tesoros dentro de ella.
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Visitamos el arroyo loco y por sugerencia de Carlos Laga fuimos conocer la ex hacienda de Los Charcos. Finalmente recorrimos el museo del mezcal para regresar a Tula y disfrutar unas enchiladas típicas en comercial Halcón, donde está el mural de la fundación de Tula y cuyo propietario Fernando Guerrero nos atendió generosamente; para después ir a la plaza a tomar una nieve artesanal, visitar el quiosco y seguir tomando fotografías.
Cerca de las cuatro tomamos el camino de regreso a Victoria, la sensación de libertad que da el viajar, la experiencia de reunirnos presencialmente, la práctica de hablar sobre asuntos académicos en el lugar donde sucedieron los hechos, el disfrute y la valoración del patrimonio natural y cultural, tangible e intangible, el intercambio de experiencias, de escuchar dudas espontáneas producto de lo que se ve y se está percibiendo, mezclado con risas, bromas, anécdotas propias y ajenas, recuerdos, aspiraciones profesionales y personales, fueron el espacio ideal para el aprendizaje, para sanar emociones, borrar las secuelas del encierro, espantar los miedos y sentir que somos felices por un instante.
Escuchar durante el viaje las pláticas de mis alumnos, recordando anécdotas del salón de clase, hablando con orgullo de todos sus profesores, de las comidas que se ofertan en el centro universitario, de su vida como estudiantes, sin lamentar nada y reír siempre, me convenció que valió la pena volver a las andadas y dedicarles tiempo más allá de las horas de clase, para compartirles experiencias que seguramente mercarán sus vidas.