El periodista guerrerense Kau Sirenio Pioquito trabajó siete días en los surcos de la empresa Los Pinos y comprobó que en los campos de Baja California, la explotación de hombres, mujeres y niños no pasa la prueba del tiempo
Texto: y fotografía: Kau Sirenio Pioquinto
SAN QUINTÍN, BAJA CALIFORNIA.- A las 4 de la madrugada en El Vergel todo está oscuro y hace frío. Formados en dos filas, hombres y mujeres enfundados en chamarras esperan su turno para entrar a los baños que, a la distancia, huelen a excremento. Otros se mojan la cara en los lavaderos para ahuyentar el sueño. Todos se alistan para preparar el almuerzo y la comida que llevarán al corte de pepinos y jitomates.
A la plazoleta, que se encuentra a unos metros de la entrada principal, llegan unos 50 camiones amarillos, destartalados, con los asientos rotos y empolvados. Los conductores dejan el motor encendido mientras esperan que mujeres, hombres y adolescentes aborden para llevarlos a la jornada en el campo.
Antes de cruzar la entrada principal, los vigilantes revisan a todos. Cuidan que no se les cuele un intruso o alguien lleve propaganda en contra de la empresa Los Pinos: Productora Industrial del Noroeste, propiedad de los hermanos Luis, Benjamín y Antonio Rodríguez, a quienes el presidente Enrique Peña Nieto reconoció en noviembre de 2013 con el Premio Nacional a la Exportación, por sus productos de San Quintín, Baja California.
Otros presidentes también han pasado por el rancho Los Pinos. En agosto de 1999, el priista Ernesto Zedillo inauguró una empacadora de hortalizas y un conjunto de cuartos para trabajadores denominado Las Cuarterías El Vergel. En marzo de 2009, durante una visita a Baja California, el panista Felipe Calderón aterrizó en la aeropista de este rancho para asistir a una fiesta de los hermanos Rodríguez.
Huellas de identidad
Es mi primer día en El Vergel. El encargado general de Las Cuarterías, Santiago Silveira, me pidió encontrarlo a las 5 de la mañana para llevarme con el mayordomo general, Fernando Gutiérrez, quien aprueba el ingreso de nuevos jornaleros.
Sentado detrás de su escritorio, me pregunta si traigo las copias de mi acta de nacimiento, el CURP y la credencial de elector. No hay ningún contrato que firmar. Bastan dos preguntas para comenzar a trabajar: “¿Hablas alguna lengua indígena? ¿De dónde vienes?”
Ser indígena de la Costa Chica de Guerrero es suficiente. También es mejor no saber leer ni escribir.
Gutiérrez ordena a su acompañante hacer una ficha laboral con el nombre y la edad del trabajador, y el nombre del mayordomo o capataz de cuadrilla. En mi caso, José Reyes.
Mientras espero, llegan camiones con hombres bajitos, casi todos adolescentes, y mujeres embarazadas que recogen herramientas de trabajo. Un mayordomo me da un bote de 20 litros y me dice que mi capataz, me entregará las tijeras para cortar pepinos. Al llegar al campo, veo a un hombre de bigote, flaco, con pantalón ancho y lentes oscuros que lo hacen parecer un cholito. Es Reyes.
Bajo la malla sombra, nadie habla. Hombres y mujeres almuerzan rápido porque en 10 minutos comenzarán su jornada. Reyes rocía desinfectante en las manos de cada trabajador y comienza a asignar surcos. “¡Que venga el nuevo para enseñarle!”, grita a la fila. Avanzo unos pasos para escuchar las recomendaciones y recibir las tijeras. “Son tuyas. Si las pierdes son 200 pesos”, amenaza.
Minutos después, todos desaparecen. Hay que comenzar a llenar botes con pepinos y jitomates para ganar dinero.
Las leyes del surco
A las 8:00 de la mañana el revisador Carlos Pacheco pasa lista. “Oye, nuevo, conmigo vas pasar lista todos los días. Tu número es 27, y con ese te vas a registrar con la apuntadora cada vez que vacíes tu bote”, explica.
En los surcos de Los Pinos, cada trabajador debe gritar su nombre y número de identidad antes de vaciar un bote de pepino a la tara. Tiene que gritarlo fuerte y claro para que la apuntadora lo registre y no corra el riesgo de perder la paga. Cuando descubro esta regla no escrita, ya he perdido más de 20 botes de pepinos.
Todos corren para cortar más. La prisa los hace empujarse y sacar a codazos a quienes están formados. Los jornaleros, en promedio, vacían un bote cada tres minutos y ganan 20 pesos por cortar 200 kilos de pepinos. Un supermercado, en cambio, gana 330 pesos por vender 30 kilos de pepino.
Hasta marzo de este año, cuando los jornaleros de San Quintín organizaron una inédita protesta en defensa de sus derechos, ganaban 70 pesos por una jornada en la que cubrían cinco surcos y llenaban 45 botes de pepinos y 35 de jitomate. Con el aumento salarial de 15 por ciento, que se firmó el 3 de abril, aumentaron también las tareas: ahora hay que abarcar seis surcos y llenar 60 botes de pepinos y 50 de jitomates.
Alejandro, un muchacho de 1.70 metros de estatura, delgado, de tez blanca, corre como venado entre los surcos mientras platica en náhuatl con sus compañeros. Él y otro joven vienen del municipio de Xalpatlahuac, en la Montaña de Guerrero, aunque su origen es me’phaa (tlapaneco), del municipio de Iliatenco. Javier, Salvador y Margarita son de Zitlala, en la Montaña baja; Alejandro y Alberto vienen de las comunidades de Ahuixtla y Pochahuixco, en Chilapa. Otros viajaron de Colotlipa, Quechultenango, en la región Centro de Guerrero.
Al otro lado del camellón trabajan los mixtecos o na savi, de la comunidad de Joya Real, municipio de Cochoapa el Grande, el más pobre del país. Entre ellos hay dos mujeres embarazadas y tres muchachos de unos 14 años. Los na savi de la Montaña se distinguen por su lengua. Todo el día hablan en su idioma, aunque los demás los vean con desprecio. A su conversación agregan de vez en cuando las letras de las canciones más conocidas en Metlatonoc, del grupo Kimi Tuvi (Lucero de la Mañana).
Promesas para enganchar
“Oye, apúrate, no te detengas, no seas lento”, regaña un mayordomo a los jornaleros que se detienen para respirar. En la plataforma, José Reyes enfurece con un cortador al que le encuentra un pepino tierno. “Ya les dije que no corten pepino tierno, ¿no entienden? Apuntadora, descuéntale dos botes a este chavo, que te diga su número”.
Al mediodía, regresamos a la malla sombra adaptada como comedor y descubro que mi mochila fue revisada en mi ausencia. Después me contarán que es una práctica común.
Un caldo de res encebado y frijoles fríos son la comida de los jornaleros que huyeron de la Montaña de Guerrero para no morir de hambre. Los jóvenes de Joya Real mastican sus tortillas de harina seca con nostalgia. Su madre me cuenta que su enganchador, un indígena náhuatl de nombre Manuel Solano, les prometió que al llegar a Los Pinos los proveerían de vivienda, estufa, cama y un buen salario. Ahora tiene una deuda con la empresa que le urge cubrir para regresar a Cochoapa el Grande.
Icela López, una mujer menudita que migró con sus tíos de Oaxaca a San Quintín, hace 25 años, conoce bien las promesas de los enganchadores. “Cuando van por los paisanos les ofrecen todo, y como allá no hay nada, la gente se cree el cuento de que acá les irá bien, pero no es así. Al llegar a los ranchos nos cobran hasta las tortas y el agua que nos dan en el camino, además del transporte”.
Tenía 11 años cuando llegó al campamento Las Pulgas, el antecedente de El Vergel, y ahora vive en la colonia Santa María Los Pinos. “Cuando llegamos, nos dijeron que debíamos el pasaje y teníamos que pagar el tanque de gas y la estufa, aparte de las despensas. Nos descontaron de nuestro salario durante seis meses. Varios nos dimos cuenta, pero nadie quiso decir nada porque si lo hacíamos, teníamos que salir huyendo”.
Mujeres acosadas
La mañana que llegué al surco, José Reyes cortejaba a una chica que, apurada, llenaba su bote de pepinos. En este lugar, las mujeres lidian con el acoso sexual de sus compañeros, de los mayordomos de cuadrillas, choferes, revisadores y el mayordomo general. A las que se niegan a aceptar “ayuda” las acusan de no trabajar, les aumentan las tareas o las cambian a otra área con jornadas más pesadas.
En las cuarterías sufren el acoso de los camperos, los vigilantes o el encargado del campamento, y muchas veces se ven obligadas a aceptar que los mayordomos abusen de ellas para conservar su lugar. No denuncian porque es su palabra contra la de ellos. El peor, acusan las mujeres, es el mayordomo general, quien las despide y expulsa si se atreven a rechazarlo.
“Cuando un mayordomo empieza a ayudar a una trabajadora y ésta lo rechaza, firma su sentencia porque la tratará peor que a un animal, hasta cansarla y obligarla a irse. Si anda con su esposo o novio, los dos serán maltratados”, asegura Lucila Hernández, una de las jornaleras que ha encabezado la lucha por la defensa de sus derechos.
Margarita, otra jornalera, me cuenta que en los surcos las mujeres sufren peores vejaciones. “No tanto de nuestros compañeros jornaleros, que en mucho nos defienden. Pero cuando esto sucede, nos corren a los dos”.
Todos nos vigilan
A las 5 de la tarde, el mayordomo anuncia el fin de la jornada. Unos cojean, otros apenas se sostienen en pie.
A la salida del campo uno –que alberga unos 8 sectores con 120 mallas sombra que cubren una o dos hectáreas de extensión–, hay una caseta de vigilancia con personal de seguridad privada. Allí bajan a todos los jornaleros del camión para inspeccionar sus mochilas, sin que estén presentes. Nadie debe llevar pepinos o jitomates. Quien lo haga será expulsado del campamento y despedido sin liquidación.
En la Cuartería, que es como una unidad habitacional con casas alargadas divididas en 20 cuartos de 3 x 3 metros. Cada casa lleva el nombre de una fruta o verdura: Cebolla, Pepino, Tomate, Sandía, Melón, Zanahoria, Fresa…
La población también está divida. En el lado norte, que colinda con la colonia Santa María Los Pinos, están las viviendas de los empacadores, que entre otros privilegios gozan de energía eléctrica en la noche. En el lado sur están las casas de los jornaleros y vigilantes, donde cortan la luz a a las diez de la noche y la conectan de nuevo a las 4 de la mañana.
Santiago Silveira es el encargado general de las cuarterías y Jesús Silveira es el jefe de vigilantes. Bajo sus órdenes están los camperos, que informan a sus superiores de todo lo que sucede en aquellos cuartos asfixiantes y vigilan que nadie se quede en casa durante el día, a menos que pueda comprobar enfermedad con una receta médica.
Los camperos tienen llaves de los cuartos y pueden entran a revisar las pertenencias de los jornaleros cuando estos se van al campo. Si les encuentran libros, cuadernos de notas, propaganda política o sospechan de algún indicio de inconformidad, pueden ser expulsados de la casa.
El rumor de los colgados
En El Vergel hay cinco baños, con un bote de agua cada uno, para 40 personas. Están separados por un muro de un metro de altura y las puertas son de cartón reciclado.
Los espacios adaptados como “regaderas” son cuartitos divididos con plásticos y unos tambos con agua salada. Hay que soportar a pura piel el frío que va de los 5 a 10 grados.
Mi compañero de cuarto no para en recomendaciones. “Anda con mucho cuidado porque aquí aparecían muertos. Antes, cuando apenas llegué, supe de varios, pero nadie sabe a dónde se los llevaron. Era muy común encontrar colgados en los cuartos”.
No es el único que me cuenta la historia de los colgados. Un oaxaqueño con quien compartí cuarto en la casa “Sandía”, jura que han desaparecido personas que provocan “inestabilidad”. “No toleran a los revoltosos; los desaparecen o los cuelgan en el campamento”, insiste. Otro jornalero asegura, incluso, que vio colgado a un hombre que había querido demandar mejores salarios, en 1987, antes de que el presidente Ernesto Zedillo inaugurara El Vergel, en el lugar que ocupaba el campamento Las Pulgas.
Como sea, pocos se animan a comprobarlo. En esta jornada nos tocó repizca porque dos días antes ya habían cortado aquí. Los jornaleros están molestos porque no lograrán sus 250 botes.
La seguridad en el surco se reforzó desde temprano. Llegaron todos: el enganchador Manuel Solano, los choferes de tractores Balbino Martínez y Tobías Ramírez; los revisadores Herminio Pacheco y Carlos Pacheco, y Fernando Gutiérrez. Revisan no haya pepino tierno en las cubetas y que todas lleguen “copeteadas”.
Después de la comida, trabajamos sólo dos horas porque los pepinos se acabaron. Habíamos cortado entre 150 y 180 botes de pepino. Aunque es una regla que los jornaleros pueden descansar después de completar una jornada de 60 botes, eso no ocurre. El mayordomo nos envía al sector 4, donde José Reyes ordena sacar la basura de entre los surcos de jitomates.
Los de Chilapa se quejan entre dientes. Pero nadie se opone a la orden.
Las tiendas de raya
Chuy despertó temprano para cocinar su lonche: 10 tacos de tortillas de harina y huevo con frijol. Mientras acomoda su almuerzo, habla de la siembra. “Los pepinos se siembran bajo malla sombra para lograr la mayor calidad posible. No sientes el calor porque las mallas tienen poros, pero con el jitomate es distinto: te puedes asfixiar porque cubren los invernaderos con hule y no entra aire”.
Este día nos toca el sector 11, conocido como Las Flores, donde nos asignan el corte de jitomate. Aquí el trabajador cumple su jornada con 50 botes. Después de esa cantidad, cada bote extra de 20 kilos se paga a peso. En El Vergel, el kilo de jitomate se vende a 20 pesos y cada cinco minutos se llena un bote.
Al mediodía los jornaleros dejan sus botes para comer. En el comedor despacha Francisca Arce, esposa de Santiago Silveira, quien sirve en un solo plato todo el menú: huevo cocido, frijoles, salsa y cinco tortillas por 60 pesos. El bote de agua cuesta 10 pesos.
Alejandro cuenta que Francisca Arce le vende almuerzo y comida por 370 pesos a la semana. Los hombres solteros no tienen derecho a usar las estufas. Por eso, cuando llegan a las cuarterías, Santiago Silveira les ofrece, fiados, comida, refrescos, galletas, cigarros, frutas y verduras. Así adquieren la deuda más grande de su vida, a la que abonan cada semana, apenas cobran.
Lo mismo pasa con las tiendas. Hace unos días, en la tienda “Dani” que está en Santa María Los Pinos, una mujer indígena le preguntó al cajero si podía pagar con cheque. El hombre le dijo que sí y de la caja sacó un puñado de cartones. Le preguntó su nombre, revisó, hizo su cuenta y le dijo: “Debes mil pesos”.
La mujer, llamada María, sacó de su bolso su cheque y trató de leer la cantidad.
— ¿Cuánto es?–, preguntó.
— Novecientos pesos – respondió desesperado el muchacho — pero le falta para completar los mil.
La mujer sacó de su morral un billete de 100 pesos para finiquitar su deuda de esa semana.
Las tiendas “Heidi 1 y 2” son propiedad del cuñado de Jesús Silveira, jefe de vigilantes de Los Pinos, quien autoriza su salida de El Vergel para que los jornaleros compren allí. En esas tiendas un kilo de plátano cuesta 20 pesos, 18 el de jitomate y 5 una pieza de huevo. En cada tienda hay una lista de deudores escrita en un pedazo de cartón.
Fumigados
Entramos al invernadero a la 1 de la tarde. El calor era sofocante, pero del lado sur de Ensenada sopló un viento frío y el invernadero se llenó de una especie de neblina; empezó a caer una brisa que, en vez de refrescar, desató un desesperante calor.
“Quiten eso porque nos ahogamos”, gritaron unas mujeres. Nadie hizo caso.
La brisa duró 5 minutos, pero después todo fue más lento y difícil. Por la humedad, los jitomates se resbalaban de las manos. A los 15 minutos, volvió la brisa, más intensa. Las ramas comenzaron a gotear. Las manos y la cara nos ardían. Nos cubrimos con un paliacate o con el gorro de la sudadera. El líquido nos empapó y tuvimos que guarecernos en una esquina del invernadero. Nos rascamos los brazos y limpiamos nuestros ojos llorosos.
Una hora después, dos hombres con mascarillas entraron al invernadero. Cada uno llevaba un aspersor y una varilla de 80 centímetros. Comenzaron a fumigar. Nadie nos dijo qué hacer. Los mayordomos gritaban que agilizáramos el corte, pero nadie podía trabajar.
A las 5 de la tarde salimos del invernadero y nos fuimos a la cuartería. Al llegar, intenté dormir, pero no pude. La comezón en el cuerpo era insoportable.
— Los fumigaron, ¿verdad?–, me preguntó Javier, uno de mis compañeros, a quien había conocido el día anterior. Vino de la mixteca oaxaqueña hace 12 años y aquí conoció a su esposa, en el campamento Las Pulgas. Él es mayordomo, su esposa es apuntadora y tienen cuatro niños. Me invitó a su casa, un cuartito que divide la cocina de las camas. De un lado hay un frigobar, una mesita para picar ingredientes y una estufa de dos quemadores; del otro, la litera donde duermen los niños y de donde cuelgan unos costales que fueron adaptados como closet, una cajonera y una cama donde duermen él y su esposa.
–Si – respondí.
No supe cuántos botes de jitomate corté ese día.
La última jornada
Chuy, mi compañero de cuarto, me advierte: “Si te pagan, no se te ocurra ir a tomar a La Cárdenas. Es muy peligroso los fines de semana. Si lo haces, avisa donde estás para saber que andas bien”.
Es mi último día en los surcos. Espero en la plazoleta de El Vergel el camión para ir al campo de Las Flores. La plazoleta está atrás de una cancha profesional de béisbol que fue construida con recursos federales cuando Antonio Rodríguez fue diputado local por el PAN y luego secretario de Fomento Agrario del estado.
Es sábado. En tres horas acabamos con el corte y nos mandan a desbrozar jitomates. Media hora después llega la paga. El claxón de la camioneta alerta a los compañeros. Una mujer delgada baja del vehículo con la nómina en la mano. Se llama Erika y va llamando a cada uno por su nombre, mientras Reyes ayuda con el cojín para humedecer el dedo con tinta y marcar la huella. Los jornaleros reciben su cheque. Unos ven su paga con ojos relucientes y otros pierden la sonrisa.
Cuando la contadora anuncia el nombre de un jornalero y éste no responde, lo repite sólo una vez. Si nadie se acerca, regresa el cheque a la oficina. Para cobrarlo, el trabajador tendrá que esperar hasta el lunes, lo que significa perder un día de trabajo, y si no sabe explicar la causa por el cual no cobró en los surcos, no le pagan.
Pido permiso para enviar mi sueldo a Guerrero. Tengo sólo 249 pesos. En el desglose, el rancho Los Pinos explica que por una jornada de 10 horas gané 70.10 pesos, más 11.68 pesos del séptimo día y 3.36 pesos de aguinaldo que suman 85.14 pesos.
Luego están las deducciones: 5.43 pesos por Impuesto Sobre el Producto de Trabajo y 2.79 pesos por cotizar en el IMSS.
Pero es lo de menos. Aquí nadie sabe que tiene seguro social y nadie, tampoco, tiene un contrato laboral.
“Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: http://www.piedepagina.mx”.