
El 9 de septiembre de 1898, los cielos de Londres, París, Viena y Roma se tiñeron de rojo y naranja, como suele ocurrir cuando las auroras se escapan de sus fronteras usuales y hacen una rara incursión en otras latitudes, donde la gente no está acostumbrada a su titileo.
Para quienes creyeron que esos cielos ardientes presagiaban un desastre inminente, la noticia del día siguiente sobre el asesinato de la bella y amada Isabel emperatriz de Austria a manos de un anarquista italiano confirmó sus temores.
El mismo evento celestial llevó al brillante científico noruego Kristian Birkeland a escribir el artículo que quizás no les servía de consuelo a los dolientes pero que dejaba claro que los colores del cielo no tenían nada que ver con lo que le había ocurrido a la emperatriz Sisi.
Publicado en la primera página de Verdens Gang, uno de los principales diarios del país, “Manchas solares y auroras: un mensaje del Sol” fue la primera presentación al público general de su nueva teoría sobre las luces del norte.
La razón científica de la belleza
La aurora boreal ha fascinado a culturas a lo largo de la historia, y hay varias explicaciones sobre su razón de ser.
Cuando Nanabuzho terminó de crear el mundo y los seres humanos -contaba una de las naciones amerindias del norte-, se retiró a su hogar en el norte. Antes de irse, prometió que seguiría protegiendo a sus creaciones y la aurora boreal es su manera de decir que nos sigue queriendo.
Aunque quizás el extraordinario fenómeno ocurre cuando un zorro mágico arrastra su cola sobre la nieve y la dispara hacia el cielo, como explicaban los antiguos finlandeses, quienes le dieron a la aurora boreal el nombre “revontulet”, que significa “fuego de zorro”.
Podían ser también espíritus de humanos bailando, como dice la nación Saulteaux de Canadá, o una danza de los dioses, según los aborígenes australianos, o hasta la entrada a una cueva celestial, como indican algunos textos de los antiguos romanos y griegos.
Hay muchas otras razones por las cuales aparecen en el cielo luces de colores llamativos que bailan al son de su propia melodía.
Pero como ni el asombro ni la curiosidad se agotan, sobre todo ante un espectáculo tan fenomenal como la aurora, Birkeland, quien nació hace 150 años y murió hace 100, se propuso encontrar la razón científica de la belleza.
Su hipótesis era que las auroras boreales eran el producto de la interacción entre partículas cargadas de electricidad emanadas por el Sol y el campo magnético de la Tierra.
Birkeland era excéntrico, entusiasta y bromista.
Se ajustaba al estereotipo de profesor distraído, de los que apuntan todo en pedacitos de papel que luego pierden. Más de una vez salió disparado por los aires tras recibir descargas de electricidad en experimentos que le salían mal.
Vivía completamente absorto en su trabajo… tanto que organizó una conferencia la mañana de su boda y tuvo que hablar rapidísimo para poder llegar a la ceremonia a tiempo. El matrimonio no duró mucho.
En la época de Kirland ya se sabía del geomagnetismo, gracias a las investigaciones del médico real de la reina Isabel I, William Gilbert.
En su libro De Magnete, Magneticisque Corporibus, et de Magno Magnete Tellure, publicado en 1600, explicó que sus experimentos lo llevaron a concluir que la Tierra era magnética y que esa era la razón por la cual las brújulas apuntaban al norte (antes se creía que era acción de la estrella Polaris o que había una gran isla magnética en el Polo Norte).
Desde que Galileo usó su telescopio en el siglo XVII, se sabía que al Sol le salían pecas en su superficie; de hecho, decirlo fue uno de sus crímenes contra la Iglesia, pues una creación de Dios no podía ser imperfecta.
Y en su época se estaba empezando a entender que esas pecas del Sol estaban relacionadas con explosiones, luego de que en 1859 el científico británico Richard Carrington había visto una en acción por primera vez en la historia.
El problema era otra cosa que ‘se sabía’: no había materia entre el Sol y la Tierra, había escrito el famoso Lord Kelvin en 1892.
De ser así, la hipótesis de Birkerland no era posible.
Sin embargo…
Sus observaciones la respaldaban.
En 1897, 1899 y en 1902 Birkerland se embarcó en expediciones al norte de Noruega con el propósito de estudiar las auroras.
Aunque en la primera fue frustrada por una tormenta de nieve que obligó al equipo a regresar, dos años después pudo tomar las medidas magnéticas que lo llevaron a suponer que el fenómeno de las luces se debía a los efectos electromagnéticos y el flujo de partículas que venían del Sol.
Pero necesitaba más para desarrollar y probar su teoría así que retornó por tercera vez a Finnmark, en el noreste de Noruega a un observatorio que estaba vinculado con otros cuatro en diferentes países, lo que le permitió tomar medidas en diferentes puntos del óvalo auroral.
Así pudo deducir que el Sol era el encendedor de las auroras, lo que -en esa época- sonaba tan exótico como el zorro que con su cola lanzaba nieve hacia las estrellas.
Una miniaurora en el laboratorio
Necesitaba entonces más que sus observaciones, documentadas en su libro “La expedición noruega de la aurora polaris”, para corroborar sus ideas.
Como lo había hecho William Gilbert para explorar el geomagnetismo, Birkelan se valió de una terrella, expresión latina que significa “pequeño planeta Tierra”, representado como una esfera magnetizada.
El modelo de Birkeland, la Planeterella, tenía una esfera grande que representaba el Sol y una más pequeña, que representaba la Tierra…
POR BBC NEWS MUNDO





