La timidez de las campañas contra el insulto homofóbico en los estadios las hace fracasar. Hace falta que alguien, desde el césped, alce la voz

FUENTE EL PAÍS

 

 

El entrenador Guus Hiddink es un ave extraña del fútbol. Muy conocido y querido en Holanda, en otros países es recordado más por un gesto cívico que por sus méritos deportivos. Nacido nada más acabar la II Guerra Mundial, Hiddink, como tantos holandeses, tenía frescas las huellas de la barbarie nazi. El extermino de judíos, la persecución de los demócratas y el fusilamiento de los patriotas. No eran cosas baladíes. Por ello, cuando en febrero de 1992, en el lejano estadio del Valencia, vio aparecer una pancarta con símbolos nazis, tomó una determinación. O la retiraban o no salía al campo. La amenaza surtió efecto. Hiddink se convirtió en el primer personaje deportivo que en España se enfrentaba a la insidia nazi en los campos de fútbol.

Su gesto le valió la admiración de muchos. Pero también la rechifla de otros. Las pancartas eran consideradas en aquel tiempo un juego, un ornato lúdico de la fiesta del fútbol. El mismo presidente del Valencia calificó el acto de Hiddink de “tontería” y le recriminó que su atención estuviese en las gradas y no en el campo. El tiempo ha acabado dejando a cada uno en su lugar y el entrenador holandés, en la historia de las cosas pequeñas, es recordado como uno de esos personajes necesarios e inesperados que surgen para destapar el escándalo de ciertas costumbres.

En México no hay ahora mismo ningún Hiddink a la vista. Y hace falta. En los campos mexicanos es costumbre que la afición grite al portero del equipo contrario “¡puto!”, una forma denigrante para referirse a los homosexuales. El insulto es defendido por no pocos intelectuales y aficionados como una escenificación teatral, una parte del espectáculo, una expresión festiva de la sana algarabía del fútbol.

Los intentos para frenar el improperio homofóbico apenas han dado resultado. Hay miedo a hablar en voz alta y hasta la campaña que acaba de poner en marcha la federación es tan tímida y esquinada que ni siquiera hace referencia a la carga discriminatoria del término. Difícilmente cambiará algo mientras no aparezca, en el mismo mundo del fútbol, alguien como Hiddink. Un tipo tranquilo y firme que después de haber visto la matanza de Orlando o cualquier otra felonía homófoba simplemente diga no. Por aquí no.