FUENTE EL PAÍS
La tierra de Orwell debería alzarse para impedir que el Gobierno británico intervenga en la BBC
La libertad de expresión está siendo atacada en todos los rincones del mundo. En China, un periodista independiente, conocido mío, desaparece en el aeropuerto; uno más de los muchos detenidos, censurados e intimidados. En Egipto, encuentran torturado y asesinado a un estudiante italiano que está haciendo investigaciones relacionadas con su doctorado en la Universidad de Cambridge, y han detenido a cientos de blogueros y activistas. En Turquía, condenan a dos destacados periodistas a cinco años de cárcel por publicar un importante reportaje sobre los suministros clandestinos de armas turcas a Siria, y a otros dos les caen condenas de dos años por reproducir caricaturas de Charlie Hebdo. Desde 2014 se han presentado 1.845 demandas contra personas acusadas de haber “insultado” al presidente Recep Tayyip Erdogan, ese sultán tan susceptible.
El miedo que inspira el sultán se contagia a Alemania, donde el Gobierno, por desgracia, ha permitido que se inicie el proceso contra Jan Böhmermann, un conocido cómico televisivo, por leer un poema satírico sobre el presidente turco. En Polonia, en la televisión pública, desaparecen de la noche a la mañana los rostros de periodistas famosos, sustituidos por presentadores más dóciles con el partido gobernante, Ley y Justicia. Incluso en Reino Unido, la interpretación que hace el Ministerio del Interior de las nuevas leyes antiterroristas pone en peligro la libertad de expresión en las universidades. Además, existen temores sobre la independencia de la BBC, sobre todo si el Gobierno va a empezar a designar a casi la mitad de su Consejo unitario, como propone en un libro blanco.
Para mí, este retroceso mundial de la libertad de expresión es especialmente deprimente. Hace unos diez años empecé a escribir un libro sobre el tema y desde hace cinco dirijo una página web de la Universidad de Oxford, freespeechdebate.com, en 13 idiomas, que analiza cuestiones relacionadas con la libertad de expresión en todo el mundo. Conozco personalmente a algunos de los que están sufriendo persecución; y en la mayoría de los sitios, la situación no deja de empeorar. Un indicador pequeño, pero significativo, es cómo ha aumentado el número de colaboradores de la web que prefieren escribir con seudónimo.
En los buenos tiempos de 2012 pude hablar sin problemas sobre nuestro proyecto de libertad de expresión en una librería-café de Pekín. El año pasado, el dueño de esa misma librería me pidió, lleno de timidez, que no tocara temas delicados, aunque iba a hablar de un libro mío publicado oficialmente en China. En una conferencia con medios digitales chinos oí hablar a un periodista llamado Jia Jia sobre sus esfuerzos para hacer periodismo de calidad en la Red, a pesar de las conocidas restricciones. Como habrán adivinado, es el periodista que desapareció cuando estaba a punto de embarcar en un vuelo de Pekín a Hong Kong, y que permaneció detenido e interrogado durante más de una semana.
Hace cuatro años, pude participar en un acto público con blogueros, activistas de derechos humanos y profesores egipcios, en un salón de actos junto a la plaza de Tahrir en El Cairo, donde había florecido la primavera árabe. Muchos de los asistentes están hoy detenidos, callados o en el exilio. Un fotoperiodista apodado Shawkan lleva casi tres años encarcelado y comparecerá a juicio en unos días, con la amenaza de una posible condena a muerte. Una conmovedora carta que escribió en prisión terminaba con las palabras: seguid gritando, el periodismo no es delito.
También en aquel lejano 2012 hicimos una mesa redonda en Estambul, donde aún quedaban algunas esperanzas de que el partido gobernante, Justicia y Desarrollo (AKP), recuperase la actitud tolerante y proeuropea de sus primeros años. Los periodistas y profesores que hablaron con tanta libertad se enfrentan hoy a airadas muchedumbres agitadas por los tuits y las burlas del AKP, el cierre o la incautación de los principales periódicos, juicios y persecuciones. Uno de ellos, Can Dündar, director de Cumhuriyet, al salir del tribunal se topó con un hombre armado, una amenaza mayor que cinco años de cárcel. Por todo eso, esta mesa redonda sobre la libertad de expresión en Turquía no la hacemos en Estambul, sino en Oxford, donde se ha refugiado el antiguo director del periódico Radikal, cerrado por las autoridades.
Desde luego, los acontecimientos en Polonia no son equiparables a los de Turquía, ni mucho menos a los de Egipto y China. Pero, según el sindicato polaco de periodistas, desde las elecciones celebradas en otoño, que llevaron al partido Ley y Justicia al poder, más de 140 periodistas han sido despedidos, obligados a dimitir o degradados. La televisión de servicio público es ahora la televisión nacional y da mucho más espacio a la línea oficial del Gobierno. La situación es mejor en Reino Unido que en Polonia, pero las reformas propuestas por el ministro de Cultura son una amenaza a la independencia editorial de la BBC.
Estos retrocesos tienen muchas causas independientes, pero, en conjunto, forman una especie de marea antiliberal. ¿Qué podemos hacer? Prestar atención. Gritar mucho. Asegurarnos de garantizar la libertad de expresión. Apoyar a quienes la defienden en circunstancias mucho más difíciles en otros lugares. Mi libro Free Speech: Ten Principles For a Connected World enumera los campos de batalla principales y establece una serie de principios liberales básicos que todos podemos defender, al margen de que la amenaza proceda de un Gobierno autoritario, una superpotencia privada como Facebook o los trolls solitarios de la Red.
¿Y qué dice el Gobierno británico ante todo esto? La verdad es que nada. Cuando le dije a mi amigo Dündar, el director turco que se enfrenta a más de cinco años de cárcel, que estaba escribiendo este artículo, me envió un correo: “Durante toda esta historia me ha llamado especialmente la atención que el Gobierno británico haya preferido no pronunciar una sola palabra. Debería ser bochornoso para el Gobierno de un país que se siente orgulloso de su democracia”. Sospecho que sus colegas de Rusia, China y Egipto opinan lo mismo. El año pasado, el máximo responsable de la Oficina Exterior y de la Commonwealth (FCO), declaró ante el comité de exteriores de la Cámara de los Comunes que los derechos humanos “no son una de nuestras máximas prioridades”. Ahora, un informe de ese comité advierte con delicadeza que, “aunque el ministro rechazó con firmeza la insinuación de que la FCO ha restado importancia a los derechos humanos, las pruebas escritas recibidas indican que existe la clara percepción de que ha sido así”. Ya va siendo hora de que el Gobierno corrija esa percepción. Los que luchan por la libertad de expresión deberían contar con más apoyo de la tierra de John Milton, John Stuart Mill y George Orwell.