Por El Mundo

ISLA DE SHAHPARIR, Bangladesh.- El silencio de la noche se quebró de forma repentina. Los halos de luz de una pequeña linterna habían alertado a los residentes locales sobre la aproximación de la embarcación.

La barca, un precario lanchón de madera impulsado a remo cargado con una decena larga de refugiados, avanzó sorteando los botes anclados en las cercanías del puerto de Shahparir. Era la primera de casi media docena que seguirían llegando durante la siguiente hora acarreando a una nueva remesa de rohingya.

Akter Hassan llegó a tierra firme cubriéndose con una de las telas que se usan como falda masculina en estos lares, descalzo, con el torso desnudo y manchado de barro. Su esposa y sus cuatro hijos -el más pequeño un niño de poco más de un año y el mayor de sólo 7- se arremolinaban en su entorno buscando quizás una protección que Hassan no ha podido ofrecerles. Lo único que consiguió salvar de sus enseres quedó arrumbado entre las rocas de la playa: dos sacos con alguna ropa, utensilios de cocina y un bastón de madera.

“Hemos tenido que pagar 50.000 kyat (unos 30 euros) por persona cuando antes (de esta crisis) el mismo viaje costaba 5.000 (3 euros)”, explicó el agricultor.

Como el resto de los recién llegados, Hassan y su familia llevaban casi dos semanas escondidos en las colinas cercanas a la costa birmana más próxima a Shahparir. Su pueblo, ubicado en la municipalidad de Maungdaw, fue arrasado al igual que otros muchos de las inmediaciones bajo la campaña de limpieza étnica desatada por el ejército birmano y sus aliados paramilitares.

El quinteto llegó a la zona de las embarcaciones esa misma jornada pero los propietarios de las barcas -en su mayoría miembros de su propia comunidad- se negaron a dejarles viajar hasta que pudieran abonar la “tarifa” exigida por el periplo.

“Tuvimos que pedir prestado a otros aldeanos. Hay miles de personas (en Birmania) esperando para cruzar”, admite Hassan.

Son las 10:00 de la noche y la llegada de embarcaciones se sucede cada pocos minutos. Los más fuertes llevan en brazos a mujeres y niños. Otros descargan las últimas posesiones de los exiliados: hay quien se trajo ventiladores, cazuelas y hasta una placa solar. Algunas mujeres no pueden contener las lágrimas al desembarcar.

Akter Hassan llegó a tierra firme cubriéndose con una de las telas que se usan como falda masculina en estos lares, descalzo, con el torso desnudo y manchado de barro. Su esposa y sus cuatro hijos -el más pequeño un niño de poco más de un año y el mayor de sólo 7- se arremolinaban en su entorno buscando quizás una protección que Hassan no ha podido ofrecerles. Lo único que consiguió salvar de sus enseres quedó arrumbado entre las rocas de la playa: dos sacos con alguna ropa, utensilios de cocina y un bastón de madera.

“No tenemos nada. Lo quemaron todo”

“¿Cómo vamos a volver? No tenemos nada. Ni siquiera papeles que prueben que venimos de Birmania. Lo quemaron todo”, proclama la esposa de Hassan entre sollozos. En ese instante, uno de los remeros se acerca a la orilla llevando en sus brazos a Bibi Ayesha, una señora paralítica de 55 años. Otro carga con su silla de ruedas plegada.
Ayesha no para de llorar.

“¡Me golpeé la espalda. Me duele mucho!”, refiere.

A su lado, Humaira, su hija de 30 años relata que estuvieron viajando y escondiéndose durante 16 jornadas. La joven tuvo que solicitar la ayuda de varones para que cargaran a Ayesha en improvisados palanquines construidos con maderos y una sábana.

“Vimos como las aldeas cercanas empezaban a arder y todo el mundo escapó”, asevera Humaira. Azim Ullah, de 65 años, permaneció 25 días vagando de un villorrio a otro, huyendo de las sucesivas razzias y sin poder ponerse a salvo en Bangladesh ante los precios exorbitados que han establecido los improvisados “transportistas” navieros de esta zona fronteriza.

“Dicen que corren un riesgo y que tienen que sacar un beneficio”, precisa.

Shahparir, la puerta a miles de refugiados

La isla de Shahparir, el punto más extremo del litoral que comienza en Cox’s Bazar y llega hasta las inmediaciones de la costa de Birmania, se ha convertido en la puerta de entrada de los cientos de refugiados que todavía continúan afluyendo a Bangladesh. La intensificación de las patrullas de la guardia costera birmana les obliga ahora a viajar durante la noche para evitar ser apresados.

Durante el día resulta fácil ver el humo que todavía se eleva de las aldeas rohingya del entorno que han sido asoladas por el fuego.

Shahparir es también un ejemplo de cómo esta migración obligada ha generado todo un negocio en torno a la miseria de los rohingya. Durante el clímax del éxodo, los propietarios de los lanchones que usaban los rohingya -muchos de ellos de esa misma etnia- llegaron a cobrar más de 100 dólares por persona, toda una fortuna para este grupo de desposeídos.

Este comportamiento se generalizó de tal manera que el pasado día 12, durante su visita a los campos de refugiados de Cox’s Bazar, la propia primera ministra del país, Sheikh Hasina, exigió que la “difícil situación de los refugiados no se explote para conseguir hacer fortuna”.

El diario Dhaka Tribune, uno de los medios más activos a la hora de denunciar estas conductas, alertó que lejos de amainar lo que había empezado “siendo algo que buscaba un mero beneficio ha derivado en crimen organizado y piratería”.

Las fuerzas de seguridad locales han llegado a quemar varios botes dedicados al trasvase de los rohingya desde Birmania y han confiscado otros tantos “para dar ejemplo”, en palabras del teniente coronel Ariful Islam, de la Guardia Fronteriza, citado por la prensa local.

“No se puede decir que están rescatando. Es extorsión. Deberían rescatar a la gente, pero no por cuestiones de dinero. Estamos insistiendo en que no debe existir el tráfico de seres humanos”, añadió.

En su esfuerzo por frenar estos abusos, las autoridades han creando tribunales móviles que han sentenciado ya a 150 personas a penas de hasta 6 meses de cárcel desde que se inició la crisis, según declaró Zahid Hossain Siddique -un alto funcionario de la localidad de Teknaf- a la agencia Afp.

Pero todos estos intentos no han impedido que las mafias locales o simples grupos de desaprensivos sigan utilizado el caos para aprovecharse de la desdicha de los rohingya. Ellos mismos han denunciado incontables casos de robos -e incluso de secuestros-, especialmente del ganado que consiguen traer en ocasiones hasta Bangladesh.

“Hemos confiscado muchas vacas a los criminales y se las hemos devuelto a los rohingya. Mucha gente en Bangladesh les está robando sus pertenencias. Estamos intentando evitarlo”, afirmó Iqbal Ahmed, un oficial de un batallón de Guardias de Frontera.