En aquel pueblo perdido de la huasteca potosina donde la señal de televisión era muy mala, la lectura siempre resultó una alternativa para soportar las noches calurosas y los días lluviosos; ahí, Macondo cobraba vida mientras yo me devoraba la biblioteca de mi padre a la que mi hermano Gonzalo alimentaba con títulos frescos; ahí también conocí a Gabriel García Márquez. El primer libro que leí de él fue “El coronel no tiene quien le escriba”, confieso que me aburrió y el final no me gustó. Así que lo dejé por un buen tiempo hasta que finalmente, me encontré con “La hojarasca”, la historia no la recuerdo con nitidez, pero sí las sensaciones que me dejó la novela, una profunda tristeza y una nostalgia inexplicable, a partir de entonces no paré hasta llegar a “Cien años de Soledad”.
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Entonces los días y las noches se volvieron como una condena para mí, no podía dejar la lectura porque me torturaba la tempestad de imágenes, historias, personajes que había en la novela. No he leído todos sus libros, afortunadamente, pero desde entonces de vez en vez se aparece en mi vida y recupero la conversación que inicié con él en mi juventud. Eso lo hace más interesante, porque siempre me vuelve a torturar hasta enloquecer.
Hace algunos días, acomodando unas cajas de libros me encontré con su novela “Del amor y otros demonios”; un poco para descansar del trajín doméstico en medio del que me encontraba, abrí el libro y de corridito leí la introducción, donde cuenta su experiencia de haber asistido a reportear la exhumación de cadáveres de un antiguo cementerio donde se construiría un moderno edificio. Lo extraordinario de la introducción es que es en sí misma una clase de periodismo, donde narra los hechos, pero al mismo tiempo va hilando el presente con el pasado hasta señalar donde está la noticia. Pero, además, en el último párrafo de esta introducción se atreve a contarnos la novela: “una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro…” dice textualmente.
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Utiliza aproximadamente 200 páginas para contar una historia, cuyo final conocemos, sin embargo, para ir desde el mordisco del perro hasta la muerte de la marquesita, García Márquez nos pasea por toda Cartagena de Indias para conocer las costumbres de la ciudad, sus clases sociales, la forma de vida de los negros, la aristocracia, los conventos y sus monjas, el arzobispo, el médico judío, la tolerancia, complicidad, los vicios, las pasiones, la locura, la comida, los animales y tantas otras cosas con las que logra extraviar al lector utilizando su escritura endemoniada con la que, finalmente, uno no sabe el verdadero estado mental de los personajes, nada es predecible, todo sucede a bocajarro, entre la locura, la lujuria, el mal de la rabia, la oración y las posesiones demoníacas. A lo largo de la historia García Márquez logra sacar al lector de quicio, lo engaña, lo confunde, lo extravía a pesar de que todos conocen desde el principio el final de la historia, que a su estilo es lo menos importante y que no entendí cuando leí por vez primera su obra: lo importante es la historia, no su final.