Porque cinco días no son suficientes
Por Clara García Sáenz
A Roma llegamos por la tarde, con suficiente tiempo para salir a dar una vuelta al centro y cenar en Piazza Navona; con tantos días de viaje acumulado el cansancio se empezaba a sentir, pero al mismo tiempo, el estar en la ciudad eterna me provocaba una sensación de descanso.
La guía, preocupada nos preguntó, por qué no seguiríamos con ellos la visita a otras ciudades, si nos quedaríamos solos en Roma, si sabríamos como movernos, si podrías llegar al aeropuerto, por qué habíamos decidido quedarnos más días y por qué en Roma; tal vez Monte Carlo le parecía más atractiva, pues ellos seguirían hasta allá. Le dijimos que no se preocupara, que estaríamos bien; lo que ella ignoraba es que nos urgía deshacernos de la corporación que con sus horarios y prisas provocaba más estrés que gozo.
Las razones de nuestra elección eran varias, primero porque Roma al igual que París son tal vez las dos ciudades más extraordinarias de Europa; otro motivo era que algunos años atrás frente al altar mayor de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, tomé un respiro ante el maremágnum de gente que venía tras de mí, en grupos de turistas desesperados por tomarse la foto, me prometí volver algún día y ahora tendría la oportunidad de cumplir la promesa aprovechando que nuestra agencia de viajes nos había propuesto alargar la estancia ahí para que el costo de los vuelos bajara por el fin de la temporada alta. Y porque, además de todo lo anterior, Roma es Roma.
Cinco días en Roma antes de regresar a México resultaba un manjar, con el mapa en la mano, explicado metafóricamente por la guía, que comparó el centro de la ciudad con el cuerpo de una mujer.
La lección recibida en París de poner el mapa de cabeza y buscar el Sena como una sonrisa, se trasformaba ahora en un mapa de cabeza donde las ruinas romanas que quedaban en la parte de arriba eran como su cabellera, el Altar de la Patria su cabeza, Piazza Navona y Fuente de Trevi sus brazos, la Vía del Corso su cuerpo y plaza del Popolo sus pies.
Después de esta explicación sentimos como si hubiéramos conquistado la ciudad de los Césares. Cenamos en Piazza Navona, una extraordinaria explanada donde en su centro se encuentra la fuente de los Cuatro Ríos y en sus extremos la fuente del Moro y la fuente de Neptuno.
Aunque el espacio a tenido diversos usos durante siglos, el secreto más celosamente guardado es que en su subsuelo existen cientos de catacumbas que fueron habitadas por los cristianos primitivos a partir del siglo I y cuya traza laberíntica es una especie de ciudad subterránea, de la cual han llegado a sacar hasta 5000 esqueletos de los que se cree pertenecían a muchos que habitaban estos espacios, escapando de la percusión romana. Por eso cuando le pregunte al mesero por el baño me dijo, baje por esa puerta, llegará directo a las catacumbas.
Al siguiente día fuimos al Vaticano; después de recorrer los Museos, sentarnos un rato en la capilla Sixtina hasta sentir dolor de cuello por ver fijamente hacia arriba y llegar a la Basílica donde a San Pedro se le siguen borrando los dedos de los pies por la absurda creencia de que si se los tocan regresan a Roma, salimos a tomar un bocadillo a la plaza.
Como era sábado me acerqué a la oficina de turismo a preguntar los horarios de la misa dominical y cuál era el trámite para asistir al Ángelus con el Papa; la persona que me atendió me dijo que las misas eran todo el día en la Basílica a partir de las 9 de la mañana. “¿Pero a qué horas hay que entrar para estar a tiempo para la misa?” Le pregunté, se sonrió y me dijo, los turistas no llegan temprano ni vienen a misa, usted puede llegar al cuarto a las nueve y pasa sin ningún problema o aglomeración, igual, si quiere estar en el Ángelus con 15 minutos antes es suficiente.
Al día siguiente madrugamos y entramos a la Basílica sin colas ni obstáculos, muy cerca del altar mayor había una valla de seguridad donde la gente se acercaba a tomar fotos, le dijimos al guardia que íbamos a misa y sin más preguntas nos dio el pase, la misa estaba comenzando en una de las capillas que están al fondo.
Mientras el sacerdote oficiaba en italiano, los feligreses, como en la Torre de Babel, respondíamos cada uno en su idioma, yo estaba a un lado de unas piadosas japonesas, pero los que estaban atrás respondían en inglés. Al finalizar salimos a la plaza para esperar las doce del día y poder ver al Papa que se asoma desde una de las ventanas del Palacio Apostólico.
A las 11:30 la gente empezó a reunirse en la plaza bajo rayo de sol de verano, muchos jóvenes que llegaban en pequeños grupos empezaban a gritar porras para el Papa en diversos idiomas, otros tendían en el suelo alguna prenda para sentarse, otros más ondeaban banderas de sus países, un grupo de religiosas hindúes que estaban atrás de nosotros gritaban y aplaudían, en cuestión de minutos el lugar estaba lleno de gente con un ánimo contagiante de alegría que hacia olvidar el sol.
A las 12 en punto el Papa salió y levantó la mano en señal de saludo, una exclamación de asombro y emoción resonó en la plaza entre aplausos, entonces una voz fuerte, clara y muy cercana a nosotros resonó, “fratelli e sorelli…” la emoción de verle, de oírle, como hipnosis nos recorrió y todos guardamos un profundo silencio, nuevamente la Torre de Babel al unísono rezó el Ángelus guiados por el Papa Francisco; 15 minutos duró la magia, al retirase de la ventana, la plaza que había permanecido paralizada nuevamente se inundó de murmullos y se vació. Todos o quizá la mayoría tomamos rumbo al centro de Roma, con un corazón alegre y un espíritu lleno.
Los siguientes días recorrimos todo el centro de la ciudad, rápidamente aprendimos que comer cerca de los monumentos famosos duplica el precio que, si uno se aleja tres o cuatro cuadras, que cada iglesia es un museo, que la cerveza es buena y variada, que los espaguetis se comen calientes y con pomodoro fresco, que las pizzas son de queso y tomate y su masa no es esponjosa y sí muy delgada. Que los italianos tienen debilidad por el reguetón y creen que a todos los latinoamericanos nos gusta.
Que la mejor forma de conocer la ciudad es caminar sus calles, perderse en sus callejones, seducirse por sus ruinas, su comida, sus museos, sus plazas, sus bulevares. Tomar agua de sus grifos callejeros, sentarse en cualquier sombra para ver su paisaje.
Roma, la ciudad eterna, de romanos, cristianos, renacentistas, comunistas, fascistas, mafias; la Roma de los Césares, los Papas, de Miguel Ángel, de Mussolini, de Olivetti, de Mastroianni, de Fellini, de Sophia Loren, con su fuente de Trevi que no descansa de mirones las 24 horas, su Coliseo icono de postales, su espléndido Altar de la Patria, su silencioso rio Tíber, su seductor barrio Trastévere, su Panteón romano testigo de la fe, su asoleada Piazza del Popolo, su Rómulo y Remo.
Esta ciudad vieja muy diferente a otras metrópolis europeas, conserva una grandeza histórica que más allá de sus monumentos, es la cuna de Occidente, no en el sentido culto como se piensa de Grecia, sino en la fuerza de un pensamiento del que somos herederos, la memoria histórica, la conservación del paisaje, la fuerza y el carácter de ser latinos.
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