Columna Rutinas y quimeras

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Clara García Sáenz

Romper el paradigma

La docencia me llegó después de los 30, siempre había querido dar clase, pero sólo se me presentaban cursos esporádicos, sin la mayor trascendencia en mi vida profesional, hasta que Carmen Campos, compañera de la maestría en Historia me invitó a dar clase al colegio que dirigía a nivel primaria.

La invitación me asustó y lo primero que dije es que con los niños me salía el Herodes que traía adentro; ella me precisó que le gustaría diera clase a los jóvenes de preparatoria, en ese momento el reto me pareció enorme y no sé por qué le dije que sí inmediatamente.

Los siguientes años de mi vida fueron más que de enseñanza, de aprendizaje; para mi fortuna, parte de la filosofía del colegio Surval era afectiva, así que no sólo aprendí a querer a mis alumnos y enseñarles con cariño, sino que además ellos aprendieron a mostrar sus sentimientos, sus temores en el aprendizaje.

Cuando finalmente la Universidad me contrató para dar clases en la licenciatura en Historia, encontré en las aulas un coctel de problemas, desde alumnos que tenían dificultades económicas, propias y comunes en las universidades públicas, hasta los existenciales, de aprendizaje, de salud, entre otras muchas.

Nuevamente aprendí más de lo que podía enseñar, porque el afecto abría las más imposibles puertas de su mente y corazón; me molestaba en gran medida escuchar a mis pares decir que los alumnos eran flojos, apáticos, entre otros calificativos, yo reía y contestaba, “ya les preguntaste si comieron”.

Cientos de alumnos han pasado por mis clases, algunos se van amándome, algunos otros terminan odiándome, pero a todos por igual los sigo queriendo. Siempre digo que son los hijos perfectos, porque sólo los soporto un rato y no tengo que mantenerlos, aunque reconozco que me gusta compartir con ellos el pan y la sal cuando hay tiempo.

El actor norteamericano Dustin Hoffman decía en una entrevista cuando le preguntaban su método para actuar, que cada uno hace su propio método. Y creo que la docencia tiene mucho de esto, porque más allá de las teorías pedagógicas y técnicas didácticas, cada uno hemos aprendido a ser maestro viendo a nuestros maestros, copiando lo que nos parece correcto y evitando lo que nos parecía incorrecto.

Siempre me obsesioné porque aprendieran todo lo posible en mis cursos, pero los últimos años me he concentrado en algo esencial, que mis alumnos se lleven algo útil, algo que siempre recuerden para su vida. Porque finalmente yo recuerdo a mis maestros por las frases que me cimbraron, me hicieron clic, me dieron la lleve maestra para abrir puertas, me ayudaron a romper paradigmas.

Quiero compartir tres felicitaciones que mis alumnos me enviaron por el día del maestro, como un pequeño agradecimiento a quienes pacientemente se han sentado a escucharme, me han esperado para compartir ideas, hacer preguntas, comentar películas, compartir libros, sorprenderme con un pastel y muchas veces decirme que me quieren.

Ana Juárez escribió por inbox: Todavía me acuerdo del primer día de clases, algunos de los compañeros que ya la conocían murmuraban temerosos, guardaban apresurados los celulares o se preguntaban en voz alta de qué trataría la materia. No sabía qué esperar y me disponía a echar a volar la imaginación cuando abrió de golpe la puerta (presagio quizá de su costumbre de sorprendernos), entró, saludó, acomodó a su gusto el escritorio y se presentó.

Su rostro amable no cuadró con la expresión que momentos antes leí en los alumnos, ¿no se suponía que fuera muy estricta? Noté cómo escaneaba nuestros rostros expectantes. Puso esa mirada seria, pero de profunda alegría que acostumbra hacer cuando elabora un discurso en su mente y soltó la primera frase: “Dicen que todo musulmán debe ir por lo menos una vez en la vida a la Meca, creo que todos debemos ir a Roma”. Continuó: Roma y sus columnas, Roma y sus calles, Roma y su historia, Roma y nosotros…

¿Nosotros? Nos explicó que éramos parte de la historia y que los monumentos –que eran el discurso de los antepasados- también nos pertenecían y por eso teníamos que conocerlos.

Así, en un instante, nos volvimos ricos. ¿Cómo era posible que la maestra nos regalara en apenas unos minutos un tesoro incalculable? Descubrió para nosotros el Patrimonio, que era nuestro, pero no sabíamos, nos fueron otorgados documentos, joyas, pirámides, canciones, pinturas, recetas, montañas, espadas, lenguas y castillos, con la tarea –nada sencilla- de dedicarnos a conocerlos, aprender a amarlos y protegerlos para conservarlos.

Recuerdo ese día y cada palabra que nos dijo porque fue el comienzo de una clase a la que sigo atenta. Gracias por sus lecciones, Maestra.

Las siguientes son conversaciones de WhatsApp:
Ángel Guerrero: Gracias por ser tan entregada y humana con sus materias y sus alumnos.
Clara: ¿Será?
Ángel Guerrero: Así lo es
Clara: Entonces ¿Por qué el mundo me odia?
Ángel Guerrero: En el caso de los alumnos porque no a todos les gusta aprender y crecer; solo les gusta el reconocimiento. En el caso de los otros docentes, pues como no reciben las mismas respuestas de sus alumnos, se enojan.
La siguiente es a propósito de mi libro “La revuelta del Valle del Maíz”.
Américo Rdz: Maestra, “La revuelta del Valle del Maíz” me ha inspirado para elaborar el trabajo (ya lo estoy concluyendo) final del maestro Benito. Lo haré sobre la revuelta de los segadores (Corpuse de Sangre) de 1640 en Catalunya. Feliz día.
Clara: Bonito regalo el suyo. Gracias

Email: claragsaenz@gmail.com