Columna Rutinas y quimeras

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Clara García Sáenz

El día más importante

Muchas veces lo vi pasar por mi casa, la mayoría en estado de ebriedad, me parecía un personaje peculiar porque me recordaba los personajes que Rius dibujaba en sus libros, flaquito, de un bigote escaso, moreno y rasgos indígenas. Siempre me asombró su parecido con esas caricaturas y cada vez que lo veía, venía a mi memoria el México profundo.

Era común encontrarlo tirado en alguna banqueta de la colonia dormido por la tremenda borrachera; en ocasiones, las menos, se le veía sobrio cargando alguna herramienta para hacer trabajos de albañilería.

Era un personaje muy conocido, borracho o sobrio nunca le faltaba al respeto a nadie, al contrario, se esforzaba por saludar cuando pasaba cerca de la gente. Un día lo contraté para que pusiera un impermeabilizante en el techo de la casa, llegó muy temprano, pero cerca de las 10 de la mañana escuché que platicaba con alguien que pasaba por la calle, cuando salí a ver que sucedía me dijo que estaba invitando a su compadre para que le ayudara, porque como no encontraba trabajo, él le iba a compartir del suyo.

Su actitud me conmovió porque no logré convencerle que lo que me cobraría solo alcazaba para que él sacara el día. Finalmente, por la tarde, después de pagarle lo vi venir desde el rio caminado en zigzag y tratando de mantener el equilibrio, se había bebido lo trabajado.

Los niños de la colonia lo conocían muy bien y le tenían un montón de apodos; de vez en cuando lo veía sobrio escuchando misa en la capilla en un gesto de completa humildad con su gorra echa bola en la mano y con su camisa blanca, muy limpia.

El 24 de diciembre, andando yo estacionándome se acercó a la ventanilla y me dio un molinillo de madera, “tenga -me dijo- es su regalo de navidad” le dije que no, que se fuera a su casa y se lo llevara a su esposa, pero insistió “tómelo Maestra, yo se los quiero regalar, ahorita llego a mi casa y lavo los trastes para que mi mujer no me regañe”. Tomé el molinillo y le di las gracias, porque tenía semanas pensando en comprar uno.
Hace unos días lo vi en una nota perdida del periódico, lo habían encontrado muerto, al parecer por consecuencia de una tremenda golpiza. Nadie supo ni vio nada.

Su muerte me impresionó, sentí impotencia, me dio tristeza, era parte del paisaje de la colonia, era parte de nuestras vidas cotidianas, aunque nunca supe su nombre. Recordé la canción de Silvio Rodríguez dedicada al hombre que hacia papalotes, cuya existencia a nadie le importa y “el día más importante de su existencia fue el de su muerte”. Parece como si la vida siguiera sin alterarse, pero aquí y en cualquier lugar del mundo, hace falta alguien, cuya dignidad como persona es igual a la de cualquiera de nosotros.

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