El reencuentro con el terruño
Clara García Sáenz
Salimos muy de mañana a Ciudad del Maíz, hacía más de un año que no iba a visitar el terruño, tenía tantas ganas, que empezaba a extrañarlo todos los días, finalmente, aprovechando el puente de día de muertos, tomé carretera junto con cuatro de mis alumnos de la Universidad que comparten el gusto por viajar y apreciar el patrimonio cultural; les había trazado ya una ruta de paradas para hacerla un tanto de guía y un tanto de su profesora de historia y gestión de patrimonio.
Durante el camino hablamos de música, libros, arte, historia, de la universidad y sus tareas, de la vida, las horas caminaron rápido y nosotros junto con ellas, porque a las 8:30 estábamos llegando al Custodio, una antigua hacienda jesuita del siglo XVIII perteneciente al Fondo Piadoso de las Californias, impresionante en extensión pero ya muy deteriorada, lo que se conserva son los grandes corrales donde organizaban el ganado que se traída del norte del país y lo llevaban al centro para vender su carne; era una estancia de paso, construida con piedra volcánica, según dicen, es de esa región.
De la iglesia se conserva una parte, la nave del templo, pero de la casa o casco solo permanecen en pie unos grandes y reformados arcos que avisan que algo grande e impresionante había ahí. Aunque nos dimos prisa llegamos hasta las 11 de la mañana a Ciudad del Maíz, les había dicho a mis alumnos que no comería nada porque el hambre la iba a guardar para llegar a las gorditas de doña Beny. Al llegar solo una mesa estaba disponible, me senté pacientemente y les recomendé que fueran a ver la variedad de guisos para que a la hora de ordenar no se confundieran. Impresionados pidieron y volvieron a pedir, “son las mejores gorditas del mundo” les dije con mi orgullo chovinista; pero ellos, que cuestionan todo, estuvieron de acuerdo.
Fuimos entonces al panteón donde se celebraba un festival, después de saludar a todo el pueblo vivo que andaba ahí, tomamos rumbo a Alaquines, un antiguo pueblo vecino cuya arquitectura del siglo XVIII aún se conserva, estábamos por subirnos al vehículo cuando vi que en una casa vendían atole negro (hecho con maíz de teja) gorditas de horno, típicas en esas fechas. Compré uno y se los di a probar, todos asintieron, bebiéndose sus respectivos vasos.
En Alaquines recorrimos las calles, visitamos al Señor del Santo Entierro, nos tomamos fotos y regresamos cerca de las cuatro de la tarde al Valle (Ciudad del Maíz); mi cuñada nos esperaba con una de sus especialidades culinarias, un mole casero con arroz, movidos por el hambre y la sabrosura arrasamos la comida, ya para entonces mis alumnos estaban convencidos de dos cosas, que en ese pueblo se comía sabroso y se hacían las mejores gorditas del mundo.
La tarde pardeaba y nos fuimos al museo, recorrimos la casa de la cultura, la casa de los Barragán ahora la presidencia municipal, la plaza y, finalmente, vistamos la iglesia, ya adentro les pedí que recorrieran con su mirada la cúpula, los altares, las columnas, los capiteles, los retablos y pregunté “¿hay una iglesia de estas dimensiones en toda la región que hemos recorrido?” “No”, contestaron; entonces hice énfasis en su importancia como patrimonio monumental; los llevé a la cripta donde se encuentran los ojos de Miguel Barragán, presidente decimonónico de la República nacido ahí y que por última voluntad antes de morir pidió que sus ojos descansaran en el lugar donde había visto por vez primera la luz y finalmente les mostré una de las reliquias más admirables de la iglesia, el órgano monumental del cual solo se conserva el esqueleto. Ya tarde nos fuimos a cenar enchiladas, les expliqué que los tultecos se las querían apropiar pero que, si seguíamos la ruta histórica de la gastronomía, ellos las había copiado de la zona media potosina ya que de la misma forma se comen en Cárdenas y Rioverde.
Al siguiente día emprendimos el regreso, no sin antes aceptar la invitación generosa de mi familia de almorzar nuevamente gorditas con doña Beny. Mis alumnos ya muy avezados en eso de la variedad de guisos escogieron sin titubear. Me acompañaron a hacer las compras de rutina, el chirizo, las enchiladas, las lentejas, los quesos de la región y el plus: antes de partir, Noris, una amiga de la infancia llegó a última hora con una gorditas de chile rojo de regalo. Ya en el camino alguien pregunto: “Maestra, ¿cuándo nos va a invitar a comernos esas gorditas?” entonces no pude contener la risa. Paramos en el Tepeyac, para disfrutar el mural que se encuentra en las ruinas de lo que fue la casa de los Pasquel, una finca de descanso que estos protegidos del presidente Miguel Alemán usaban para sus francachelas en los años cincuenta y donde según se cuenta venían los artistas del momento, desde Diego Rivera hasta María Félix.
Finalmente, antes de llegar a Victoria nos detuvimos en Palmillas para admirar el retablo de nuestra Señora de las Nieves que fue remozado recientemente. Nos impresionó, pero lo más extraordinario fue ver a dos personas de edad avanzada que salían del templo y se detuvieron a saludarnos y nos dijeron orgullosos, “verdad que está bonito, que bueno que vengan a verlo”, les comenté a los muchachos que esa era la verdadera fuerza de la valoración del patrimonio, cuando la gente de la comunidad se siente orgullosa de su riqueza y la disfruta.
Durante el viaje les conté muchas historias, hasta de terror acerca de Ciudad del Maíz, cómo mi padre había llegado ahí en los años 60; se había enamorado del lugar, trayéndose a mi mamá y mis hermanos. Cómo recorría las rancherías tomando fotos y practicando el trueque, porque el circulante era escaso, cómo esa bendita tierra tenía más de 400 años con una historia de opulencia para pocos y de explotación para la mayoría.
De alguna forma creo que mi papá también nos acompañó en este viaje, porque además de ser un puente de día de muertos donde se recuerdan a todos los que se fueron, su presencia se hizo sentir casi en todas las pláticas y lo recordé permanente en todo el trayecto; pero el ingrediente más poderoso fue entender que si él no hubiera descubierto este lugar, yo hubiera nacido en cualquier otro donde la fuerza del patrimonio cultural y la historia no jalaran tan fuerte para amar el terruño. Mi viaje fue también, sin proponerlo, una forma de rendí homenaje a la tierra que él tanto amaba y defendía; cuando alguien le decía que esa era la ciudad de las dos mentiras, él se molestaba y decía “eso dicen los ignorantes, lo que no conocen su historia”. Yo ya la conocía, solo que este viaje me hizo comprenderla de una forma diferente, en la dimensión de su valioso patrimonio cultural.
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