Columna Rutinas y quimeras

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Clara García Sáenz

Victoria de mis entrañas

Las calles anchas, muy anchas, interminables para cruzarlas pronto, edificios grandes y amplios que podían caer sobre mi, una ciudad serena, de leche fresca en frascos de vidrio con tapaderas de aluminio, abundantes luces en la noche y árboles, muchos árboles. Así recuerdo a Ciudad Victoria en 1978, cuando vine por primera vez; era también la primera vez que conocía una ciudad. Tenía ocho años, edad en que el mundo parece inmenso y maravilloso.

Regresé en repetidas ocasiones hasta que definitivamente me instalé en ella para estudiar en la UAT, entonces, con solo 18 años, la ciudad me parecía sencilla si la caminaba, pero demasiado complicada si tomaba el trasporte urbano; me parecía denigrante y degradante subirme en esas minúsculas camionetas donde se iba agachado o con un poco de suerte sentado en una tabla que hacía las veces de banca.

Pero la Ciudad me seguía pareciendo hermosa, grande, arbolada. La gente amable y servicial, el río sin agua y puestos de comida en cualquier lugar. Tenía el propósito de irme cuando terminara de estudiar, pero antes de que eso sucediera se me abrieron las puertas laborales y decidí quedarme por tiempo indeterminado.

Muchos años después descubrí que me había enamorado de ella lentamente, se había metido en mis entrañas y me había invadido sin percatarme, lo descubrí cuando me sorprendía diciendo que era victorense, cuando empecé a defender sus costumbres, hablar de su patrimonio cultural y valorar su paisaje.

Reza el refrán “Si bebes agua de la Peñita te quedas en Victoria”, ignoro que tan cierto sea, puesto que durante mucho tiempo ese fue el único abastecimiento de agua de la ciudad, su rápido crecimiento pudo ser por el efecto de ésta. Lo cierto es que tiene un encanto misterioso que muchos de los que aquí hemos llegado, terminamos abrazándola con cariño.

En alguna ocasión le pregunté a una amiga extranjera el por qué se había avecindado aquí, sin dudar contestó, “por qué tienes cerca todo, playa, montaña y hasta los Estados Unidos”. Otro amigo me dijo, “En cualquier Ciudad, sobre todo si es la capital de un estado, no tienes tiempo para nada, aquí las distancias son cortas y te desplazas rápidamente a comer a tu casa, a la de tu mamá o a la de la suegra”.

Podría seguir contado más argumentos, pero pueden ser interminables, ya que sus encantos son variados, discretos y hechizantes; bella, arbolada y generosa con quienes aprendemos a amarla.

Hoy que cumple años, agradezco todo lo que me ha consentido y la abrazo como una madre que me dio cobijo como estudiante, como burócrata que fui, como maestra que soy.

Amar a Ciudad Victoria es muy fácil, solo es necesario abrir bien los ojos, levantar la vista y ver el paisaje, la sierra, los árboles, el río, las anchas calles, la gente sonriente, el olor a tacos, a pollo asado, a tortilla de harina y ser generosos como ella, que, sin tantas joyas arquitectónicas y monumentales, es encantadora, por sencilla, austera y cómoda.

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