Columna Rutinas y Quimeras

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La ciudad de la sonrisa

Por Clara García Sáenz

“Para entender el mapa de París hay que acomodarlo de tal forma en que el Sena parezca una sonrisa”, dijo la guía sin darle demasiada importancia a su comentario, pero fue fundamental para poder andar París los siguientes días, todo cobraba ahora sentido después de intentar varias veces orientarme con él.

Entonces tomé el mapa y dejé de escuchar la perorata de una mujer gorda y simpática que repetía sin cesar datos y nombres de edificios, y cuyo discurso, seguramente en este verano, lo había repetido un sinfín de veces al día, trabajando por honorarios para las corporaciones internacionales dedicadas a pasear turistas por Europa, que contratan su servicio por horas.

Habíamos llegado Ambrocio y yo a París un día antes por la mañana, en el hotel nos habían regalado un mapa indicándonos su ubicación, la recepcionista me explicó que la ciudad estaba rodeada por un anillo que funcionaba como periférico “lo que está adentro es París, lo que está afuera son cercanías y el hotel está en el límite, pero adentro de la ciudad”; al parecer eso la llenaba de cierto orgullo.

Inmediatamente dejamos maletas y salimos a caminar, con el reto de no dejarnos intimidar por las siete horas de diferencia en el huso horario de México, “a años luz de la rutina” como dijera Sabina. Regresábamos por tercera vez a París, la primera nos hospedamos en un hotelito que estaba muy cerca del monumento a la República, la segunda en la zona de la Defensa, que está fuera de anillo de la ciudad pero que en línea recta se llega a Campos Elíseos y a la Plaza de la Concordia. Ahí en la Defensa, se construyó el centro financiero y su arquitectura innovó con grandes rascacielos, los cuales por ley no podían construirse dentro de la ciudad para proteger la armonía de su patrimonio histórico.

Ahora nos habíamos hospedado muy cerca de la puerta de Bagnolet, pero cuando tuvimos la intención de caminar hacia la ciudad, por no entender el mapa de la sonrisa del Sena caminamos hacia la zona periférica, sin darnos cuenta de pronto nos encontramos en la Rua de París, que es un verdadero mercado intercultural; llena de comercios, había restaurantes de todas las nacionalidades, destacando los chinos e italianos, tiendas de ropa, calzado, fruterías, comestibles, chácharas; rápidamente nos confundimos entre los hindúes, africanos, asiáticos y latinos, no era una zona turística. Más bien aquello parecía la zona comercial de algún suburbio parisino donde encontramos una calle con el nombre de Hanna Arendt y recordamos las lecturas hechas en la clase de la doctora Luisa Álvarez quien es una apasionada de su obra, caminamos hasta un polideportivo con el mismo nombre y para nuestra sorpresa la placa decía que era una socióloga norteamericana. Nada más alejado de la realidad, pues esta mujer era de origen alemán, que por ser judía escapó a Norteamérica donde escribió gran parte de su obra filosófica.

Ese día comimos un abundante plato de tallarines y me conformé bebiendo una budweiser porque, dicho por la mesera, “en Francia no somos buenos para la cerveza, nosotros sabemos hacer buen vino”.

Al siguiente día nos unimos al tour de VPT (Viajes para todos) operadora de viajes que compite con Europamundo, corporación internacional que durante algunos años casi logra monopolizar los tours por Europa comprando pequeñas compañías y asociándose con capitales japoneses.

El grupo de viajeros venían de Londres y nosotros nos incorporamos en París, abordamos el autobús de 70 plazas muy temprano, haríamos una visita panorámica por la ciudad y la corporación ofrecía una visita al museo de Louvre para quienes quisiera pagar por ella, por la noche, los que quisieran podía pagar por otra más, para visitar el Lido, un cabaret para turistas que compite con el Molino Rojo y donde también se baila cancán.

Resistiéndonos a los deseos de la corporación de ser sus clientes cautivos, más de lo que ya lo éramos, decidimos andar París por nuestra cuenta, fue entonces que tomando el mapa con la sonrisa del Sena llegamos al museo de Louvre y pudimos ver como esa ciudad majestuosa, elegante, abraza a miles de turistas que quieren ver sus más preciados tesoros, sus icónicos monumentos, sus hermosos bulevares y avenidas. Nosotros en medio de la multitud, perdidos como otros más de miles que recorren sus calles anduvimos en un taxi-triciclo que nos llevó por la orilla del rio Sena desde Louvre hasta Notre Dame por 15 euros, en una experiencia extrema por la cantidad de tráfico que a esa hora había, al llegar a la catedral nos sorprendió la larga fila de personas que había para entrar a visitarla, recordamos que en las vistas anteriores no era tal esa multitud y que, de manera exponencial, ha crecido los últimos años.

Decidimos continuar nuestro camino rumbo al Ayuntamiento de la ciudad, un palacio magnífico y soberbio que para la ocasión vestía unos gigantes pendones promocionando la candidatura de las olimpiadas del 2024 y que en esos días la disputaban con Los Ángeles. Raros días de París en este verano, donde las lluvias permitieron un clima templado a diferencia de otras ocasiones donde el calor enloquece a cualquiera. Así, la ciudad fue amable para ser recorrida lejos de las multitudes que buscan puntos estratégicos para colapsarlo todo, alejarse de la Torre Eiffel, Notre Dame, Louvre siempre resultará una buena oportunidad para conocer un París más de los parisinos, entrar a sus brasseries, comerse un croissant, tomarse una cerveza francesa ya fuera una 1664 o una Pelforth.

De regreso al hotel entramos a una pequeña tienda de abarrotes para compramos agua y fruta, el hombre mayor que estaba en la caja le ordenó a un joven ayudante me orientara para escoger un yogurt, le pregunté qué si hablaba español y me dijo “poquito, ¿de dónde son?, nosotros de Sri Lanka” contestó el más joven visiblemente emocionado.

Al día siguiente volvimos a escapar de la corporación que vendía un tour a Versalles, regresamos al centro de París y caminamos sus calles, visitamos monumentos, disfrutamos el paisaje de una ciudad inagotable, que en opinión de Ambrocio resulta amable porque siempre hay parques arbolados donde descansar y la gente los habita para tomarse un lunch, revisar su Smartphone, tomarse una cerveza o simplemente echarse una siesta.

Muy cerca de la tumba de Napoleón nos sentamos en una banca donde estaba una francesa delgada, del piel blanca y ojos azules cercana a los 70 años, al oírnos platicar entró en la conversación, cuando llegamos al punto de explicarle que éramos del norte de México, de un lugar llamado Tamaulipas preguntó ¿ahí no es donde se dice que hay mucho peligro? Sorprendidos y no, asentimos, nos contó que toda su vida había vivido en París y nos recomendó muchos lugares para visitar, al despedirnos le pregunté su nombre, “me llamo Nicole y me ha dado gusto platicar con ustedes”.

Así nos despedimos de París, visitando el hospital de los inválidos, caminar hasta el palacio grande y pequeño cruzando el puente Alejandro III, llegar a la plaza de la Concordia y seguirnos rumbo al Arco del triunfo, recorrer los Jardines de Luxemburgo, el barrio latino, la Sorbona y tantos otros lugares para seguir amando París por sobre todas las ciudades.

Ahora que este verano la turismofobia empieza a cundir en Europa por la excesiva explotación del patrimonio cultural de sus ciudades, pienso en la naturaleza de París, una ciudad que históricamente ha sido cosmopolita y se ha erigido como la capital informal de ese continente, donde siempre, por siglos ha recibido visitantes, viajeros, turistas, donde ser extranjero es una condición natural, un asunto de rutina.

París como capital del mundo, el de la Mona Lisa, de Picasso, de Cortázar, de Porfirio Díaz, de Jim Morrison; el París de Víctor Hugo, de Baudelaire, de Julio Verne; el París de la libertad, de la República, del existencialismo; el París de todos y al que nadie debe renunciar visitarlo, así se vaya, aunque sea en condición de turista, viajero o artista.

E-mail: claragsaenz@gmail.com