Columna Rutinas y quimeras

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Sueño con una Victoria bella

Clara García Sáenz

Uno de mis mayores placeres cotidianos es contemplar el paisaje mañanero del rio San Marcos, en el suroeste de Ciudad Victoria, los álamos que reverdecen y se desprenden de sus últimas hojas de invierno, las retamas amarillas que anuncian el cambio de estación y la fresca temperatura que se apodera de la noche para ceder al calor del día.

“Victoria me recuerda Valencia”, le dije a un amigo que me contaba que había realizado una estancia académica en esa ciudad española, después de verme con extrañeza me preguntó por qué; “solo estuve unas horas, le contesté, pero su paisaje me hizo recordar Victoria por dos cosas que vi: tiene un rio que cruza la ciudad y está seco, y los árboles de naranjo en sus bulevares”; confundido por mi respuesta solo acertó a decir “¿te parece?”

En aquel viaje, solo habíamos parado a comer en el centro de la ciudad para continuar nuestro camino de Barcelona a Madrid, aunque con poco tiempo fuimos a recorrer por fuera la ciudad de las artes y las ciencias construido por el reconocido arquitecto Santiago Calatrava y después, en el corazón de la ciudad nos sentamos muy cerca de la fuente de Neptuno a saborear una paella exquisita.

Años después hicimos otra visita donde recorrimos la ciudad más cuidadosamente, viajamos por su tranvía urbano, comimos paella en la playa de la Malvarrosa, visitamos el mercado, recorrimos el centro, la Basílica de la Virgen de los desamparados, la plaza de la Virgen, la fuente de Neptuno, el museo de las fallas y nuevamente la extraordinaria obra arquitectónica de Calatrava.

Habíamos llegamos por la tarde a la ciudad y después de hospedarnos quisimos ir a conocer la playa para disfrutar un poco del Mediterráneo, a tres cuadras del hotel pasaba el tranvía cuya máquina expendedora de boletos nunca se pudo entender con nosotros, muy cerca estaban dos mujeres, madre e hija, al vernos batallar, la señora mayor se acercó a nosotros y nos dijo, “yo tampoco nunca he sabido cómo funciona esa máquina, pero no se preocupen, si van a la playa vénganse con nosotros”, la hija molesta le replicó, “hay mamá, te pasas de buena gente, el otro día ayudando a unos italianos y ahora a ellos ¿son mexicanos?” Les dijimos que sí y en ese momento se entabló una amistad hasta llegar a la playa donde se despidieron, no sin antes recordar que en la escuela les habían enseñado una canción mexicana muy bonita.

La calidez de esas mujeres valencianas que iban a pasar la tarde en la playa, me hizo recordar la generosidad de los victorenses, el rio seco cuyo lecho es un jardín que cruza el centro, los naranjos, el calor insoportable. El puente de las flores, el tranvía que recorre la ciudad, los monumentos arquitectónicos me hicieron preguntarme ¿por qué no? ¿que nos falta a los victorenses? Valencia, esa ciudad milenaria, que se yergue moderna, conserva su pasado y ha construido un pasaje urbano que muestra como el rostro de quien procura verse bella.

Ahora como una imagen recurrente vuelve a mí, cada mañana que disfruto la zona arbolada del río San Marcos, sus inmensos álamos, su paisaje casi intocable. Sueño con un tranvía que recorra la ciudad, un gran parque urbano en el lecho del rio que necesita ser reforestado, una ciudad planificada, que respete su memoria histórica, que sea una digna casa para vivir, bonita, verde, alegre, aunque esté lejos del Mediterráneo.

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