Columna Rutinas y Quimeras

428

El balcón de la Sierra Madre

Por Clara García Sáenz

Subimos temprano la sierra, pero con el cambio de horario el domingo quedó extraviado en las horas de la mañana, empezábamos un viaje pospuesto por meses, incluso años. Recorrimos la sinuosa carretera rumbo al ejido Altas Cumbres, a una velocidad que permitió ir disfrutando el paisaje de la Sierra Madre Oriental, soberbia, majestuosa, imponente.

La antigua carretera a Tula como se le conoce, es ahora un camino muy disfrutable, atrás quedaron a los años en que era la vía más transitada y corta entre la capital de Tamaulipas, Ciudad Victoria y el centro del país, atrás también quedaron las innumerables historia de los accidentes que ahí sucedían como pan de cada día por la peligrosidad de su trazo que incluye entre las muchas curvas una tan singular que se conoce como el balcón del Chihue, que es la parte más alta y desde donde se puede observar todo el valle de Jaumave. Es una curva en U que toca el punto más alto para empezar a descender nuevamente sin perder de vista el espectacular paisaje.

Pero esta vez no llegamos hasta ahí, solo recorrimos 15 kilómetros traducidos más o menos en 30 curvas hasta llegar al ejido, ahí abandonamos el asfalto y empezamos lentamente a recorrer un camino de terracería en mal estado, pero a pesar de ser incómodo pudimos ver el cañón de la sierra por un lado nuestro, y abajo la carretera Rumbo Nuevo, que es el trazo que se hizo en años recientes y que evita, a quienes transitan del centro del país a la capital tamaulipeca o viceversa, cruzar la peligrosa sierra. También pudimos ver algunas cabañas a los lados del camino abandonadas. Al llegar a un paraje plano, Carlos Vanueth, arqueólogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) estacionó su carro y nos pidió que continuáramos a pie, “Son unos 300 metros lo que falta, pero es difícil que lleguen hasta allá los vehículos”.

Entonces lo seguimos, el camino pedregoso cuesta abajo hasta que de pronto paramos y apareció frente a nosotros la gran escalinata y un letrero bien cuidado que nos daba la bienvenida al Balcón de Montezuma; a partir de ahí la cuesta se hizo pesada pero la recompensa fue grande, al llegar a la cima una gran plazoleta con montículos circulares de piedras bien definidas, ahí tomamos tiempo para almorzar y disfrutar de un paisaje inigualable, mis alumnos, estudiantes de la licenciatura de Historia y Gestión del Patrimonio Cultural de la UAT sacaron generosos lonches, flautas, sándwiches, tortas, aguacate, chile piquín y con el intercambio de manjares tuvimos una comida generosa, al terminar ellos mismo se dieron a la tarea de recoger toda la basura y guardarla para tirarla en los depósitos al regreso.

Ya en el sitio, por ambos costados del paraje se veían los dos grandes cañones por donde pasan las carreteras; por un lado, la antigua que va bordeando la sierra, y por el otro, la nueva que va por el fondo del otro cañón. El área protegida por espesos árboles de encino la convierte en un espacio ideal para vigilar un inmenso territorio que hace perder la vista en lontananza. Ahí, el arqueólogo nos explicó a maestros y alumnos que sitios como este se encuentran diseminados a los largo y ancho de la sierra, pero este era de los pocos donde se ha trabajado el rescate y la investigación, “hasta ahora se sabe muy poco, como el hecho de que vivieron distintas comunidades indígenas en dos períodos diferentes y se cree que el sitio estuvo habitado hasta poco tiempo después de la llegada de los españoles a Tamaulipas”.

Continuó explicando que una de las corrientes que está tomando fuerza, pero cuyas investigaciones no están concluidas es que eran sociedades con rasgos culturales propios que nada tienen que ver con Mesoamérica y que es necesario ir concibiendo a nuestros indígenas tamaulipecos como sociedades distintas a las del centro del país. Que por lo tanto sus formas de vida no eran salvajes, ni nómadas ni cazadoras-recolectoras. Las preguntas se agolpaban unas tras otras entre la admiración, la curiosidad y la sorpresa de alumnos y maestros que escuchábamos. El arqueólogo, con la paciencia que lo caracteriza, fue respondiendo una a una. Después vinieron la sesión de fotos, el recorrido exhaustivo por la plaza dos, que es otra gran explanada con más montículos y una espléndida vista al horizonte. La doctora Luisa Álvarez planteó dudas sobre las formas de gobierno, los usos del espacio estratégico en épocas de guerra y finalmente propuso que realizáramos un viaje al sitio arqueológico del Sabinito.

Parafraseando el pasaje bíblico de la transfiguración, alguien propuso que nos quedáramos ahí, porque el tiempo, el clima y el ambiente se habían conjugado para sentirnos muy cerca del paraíso donde una paz interior nos invadía y seducía a nuestra imaginación para ver a los ancestros indígenas entre nosotros divisando también el horizonte, lanza en mano, prestos a dar la voz de aviso cuando el intruso se acerca, o tal vez nosotros éramos los intrusos y ellos permanecían escondido entre los árboles observándonos silenciosamente, esperando el momento de atacar. Cerca de las dos de la tarde, el maestro Arcadio nos exhortó a regresar a Ciudad Victoria, todavía pasó un rato hasta que nos decidimos, lentamente y casi resistiéndonos bajamos la gran escalinata, gozosos por haber visto una grandeza singular, muy nuestra, que nada tiene que ver con los vestigios del centro del país.

Esto es otra cosa, nos sentíamos, satisfechos, orgullosos de nuestro patrimonio cultural, de nuestros indios, de nuestra sierra, de ser quienes somos, de habernos encontrado con nosotros mismos comprendiendo al otro, al antepasado sin rostro, sin memoria, sin historia, al que despojó la colonización escandoniana de todo, hasta de sus nombres. Bajamos la escalinata, también un poco tristes por dejar ese lugar tan misterioso, tan secreto, tan íntimo para el recuerdo que no tenemos y tratamos de recuperar, supimos entonces al bajar que el haber estado ahí nos comprometía como historiares, como gestores del patrimonio, como sus descendientes a recuperarlos del olvido, a reconstruir su memoria extraviada en las crónicas coloniales y decimonónicas donde los llaman pobres, miserables, salvajes, capitancillos.

Nos detuvimos en la tienda Diconsa del ejido, ahí mientras algunos tomaban café, otros comíamos naranjas, nos informaron que las cabañas habían sido un proyecto de los habitantes de Altas cumbres para quien quisiera rentarlas pero que debido a los problemas de inseguridad no había tenido éxito, sin embargo, ahora lo estaban impulsando nuevamente para quien estuviera interesado en irse a pasar un fin de semana. El maestro Ambrocio recordó que en el gobierno de Américo Villareal se había realizado una gran promoción para que la gente fuera a visitar el Balcón, pero después cayó en el olvido, sin embargo, la gente del ejido le da mantenimiento y limpieza a la zona de las ruinas para que la maleza no crezca. La comunidad tiene conciencia del valor que guarda este espacio y trabajan para mantenerlo y eso siempre se celebra.

E-mail: claragsaenz@gmail.com