El Señor de la Montaña, por Américo Rodríguez

Mientras el gélido viento proveniente del norte no deja de ulular por las hendiduras de la ventana, doy una octava releída al buen Camus antes de ir a dormir, aunque Dublineses —de mi amado tormento James Joyce— me ha guiñado repetidas ocasiones en el transcurso de la semana. Sin embargo, me he planteado darle unas vacaciones por tiempo indefinido o dar por terminada nuestra trémula relación.

La entrada del cuarto frente frío se hizo acompañar de no solo un par de infortunios en el andar cotidiano, donde se han postrado todo tipo de inclemencias a la hora de meditar y escudriñar cualquier harapo de artículo periodístico, sino también de novedosas recomendaciones literarias dignas del olvido.

Al calor estridente le sigue lo insólito, viniendo a mi inmediatez, cual guillotina robespieriana, aquel hilarante septiembre que gocé hasta el júbilo. Ahora lo siento lejano, muy lejano. Claro que no denostaría la voracidad literaria que, como parasito, domina todo mi ser. Las semanas anteriores, aunque parecieron de fantasía, la realidad me mostró un rostro impío, de pureza prístina y cristalina; duro como la roca, mordaz en toda su tesitura. El Padre Tiempo me deparaba algo más que simples lecturas, más que matar el tedio otoñal.

Septiembre, con toda la algarabía que conlleva vivir en tan mancillada patria, apostó por demoler todo ornamento antitético. Desde la derrota del viejo régimen, junto al discurso –algo ya desgastado— que ha buscado reivindicarse, ofreciendo sacrificios de amor y reconciliación, quedé sentenciado y condicionado a buscar otra vía que ofreciera dar un giro repentino, si no al panorama nacional, a la monotonía tan placentera con la que me mantenía conforme.

Caravanas atestadas de vejestorios sedientos de juventud, surcando las aguas del Volga, hasta llegar a atestiguar las viejas glorias del Imperio Otomano, junto a las Memorias de Marco Aurelio. Algo se arremolinaba entre mis libros… Sin ningún estruendo, señales de aviso con trompetilla, cual entrada triunfal u algo parecido, Michel de Montaigne, el “señor de la montaña” hizo gala de aquella sencillez que le caracteriza al momento de seducir al más exigente, ávido y remilgoso lector en cuanto a fluidez de escritura se refiere. No solo su elocuencia amerita una oda a la buena escritura, sino también el halo magnético que carga toda su figura; más allá del personaje histórico, novelesco, creador de los Ensayos: el hombre.

No tenía la dicha de conocerle, o como yo suelo decir, “su obra no había tocado a mi puerta”; al menos no de forma directa. De la mano de Jorge Edwards, escritor chileno que estudio derecho y filosofía, exiliado por el régimen de Pinochet después del golpe, fue como di rienda suelta a mi curiosidad por saber más del pensador gascón, aquel que había servido como consejero de Enrique III de Navarra en los conflictos de religión que asolaron la Francia del siglo XVI, donde los bandos en disputa eran la Liga Católica y los hugonotes, sin dejar a un lado sus tórridos amoríos: Marie de Gournay, su última morada.

Fueron varias las lecturas que hicieron desfilar su nombre, en ocasiones solo eran citas. Encerrado en su torre, describiría de manera pulcra, cabal, todas las dudas que regían la época en la que él estaba inmerso, consciente de su vivir, así como de sus alcances en el cronos, sin mostrarse ufano o pretencioso; en el canon más rigorista, los “eruditos” apelarán que su legado se encuentra desfasado, descontinuado, algo anacrónico para el momento, solo que sigue presentando infinitos trazos de contemporaneidad, lo que rompe con la turba fecundada a partir de las antipatías contra su persona.

Di comienzo al ensayo/novela La muerte de Montaigne, del diplomático Jorge Edwards, donde los contrapuntos y la maraña de “lo histórico” fueron entretejiendo el enramado de tan cruento episodio de Europa, al igual que la personalidad de quien escribe. Conduciéndome entre anécdotas, reflexiones, pasajes poco conocidos, sin hacer a un lado el humanismo característico del Señor de la Montaña, pues es de él de quien se inspira dicho título, así como este texto.

Proseguí de manera más personal; Ensayos era mi cometido. Dispuse de toda mi dedicación y análisis en cuanto a la exégesis de la obra. Quede encantado, llegando al borde del éxtasis con semejante disposición de las palabras, sus conjugaciones, y esa retórica provista de sutileza; los temas eran selectos, dispersos, sin caer en lo laberintico. Una maestría monumental.

Los días transcurrieron a otro ritmo, me sentía por momentos en otro tiempo, ajeno a mi presente; sentía despegarme del suelo entre la corte de los Valois, el espionaje del Duque de Guiza… ahora ya no era el mal humor lo que me acompañaba; el renacimiento —propio de Burdeos— era mi nuevo guía, ese amigo que anhelaba aconsejarme, mostrándome los suplicios de lo acaecido.

Para la clase de Filosofía y Teoría de la Historia, me deleité al utilizar los ejemplos, en pos de refutar algunos puntos de las 67 Notas sobre Historiografía de José Gaos, a través de lo que las lecturas ensayísticas de Montaigne me habían obsequiado. No solo me nutría de las ideas y planteamientos, de igual forma o en mayor volumen, también las andanzas de Eyquem —este era su nombre de pila— proporcionaban un alto grado en cuanto a conciencia histórica se refiere. Aunado a eso, mis compañeros arengaban con sus argumentos aquella viva narrativa emanada desde la torre donde nació y murió el célebre pensador.

Y es que no solo de lo escrito se disfruta a Montaigne, los placeres de la vida forman parte del conjunto que impera en el escritor. Tal como los recorridos que he realizado en la licenciatura de Historia y Gestión del Patrimonio Cultural, es de lo vivido, del propio trayecto, en donde nos formamos como individuos; de lo inescrutable a lo significativo.

Tal fuese su destino, en manos de poetas, filósofos, historiadores, o alguno que otro curioso de las letras. El escritor influenciado por Séneca, Cicerón, Sócrates, Platón, Aristóteles, Virgilio, Ovidio, así como de Catón, no solo reinventó el ensayo, lo hizo suyo; surgiendo más humano, más íntimo, propio de quien impone lo vivo antes que lo muerto; una especie de monologo entre quien escribe y quien dispone del escrito como si se tratase de él mismo, desdoblado.

Jules Michelet, con varios siglos de diferencia, representa lo opuesto a la figura de Montaigne: lo epopeyico, lo memorable, la esencia misma de la historia o la historia en sí, y por ende, su pluma reflejaría toda la intención del historiador. Mientras tanto, a manera afable, Montaigne arroja desde su persona una historia con tintes biográficos, pinceladas que parecen cobrar vida, donde a partir de su corporalidad literaria, da explicación y comprensión de su época, ilustrando ante lo funesto, aquel ímpetu con el que se caracteriza su prosa, rescribiendo su obra sin presunción alguna.

Desconozco si en mi abrupto trayecto omití algún detalle, languidecí o perdí el hilo conductor —y no es que quiera hacer tan atrevida comparación, pues moriría en el intento— es que de eso se valía el pensador gascón, el Señor de la Montaña, quien procuró dejar en mí un poco de elocuencia, un resquicio de luz, más allá del ejercicio de escribir, de la vida misma. Al menos así lo supongo yo.