Columna Avenida Girón

Relato para el insomnio Vol. 2

Para Gabriela, escafandra de mi cotidianidad, cadalso de mi monotonía.

No muy lejos del paso de Rudahar, entre la fábrica de los Weisel y la taberna del viejo Hamm, vivía una joven llamada Romilda, quien había llegado un otoño cuatro años atrás al valle de Ardämm, cuatro años atrás antes de la desaparición del señor Archer; su suerte estaría atada al vertiginoso ir y venir de los pobladores en aquella inhóspita, pero pintoresca región que habría sus brazos para recibir a una hija más, aunque esta fuera adoptiva.

Romilda provenía más allá de las tierras imperecederas, donde las estrellas resplandecían con un fulgor incandescente, cual si hubieran sido moldeadas por el mismo Iluvatar del imaginario de Tolkien; el mar del Norte le vio partir un mañana otoñal con santoral de Bruno, santo de origen germánico nacido en Colonia del Rhin, así como venerado y amado por los pobladores del valle Ardämm, quienes lo tomaron como su protector. Aquella joven campirana, se resistía a la idea de progresar por progresar. Mantenía un dejo taciturno en las adversidades que el camino, desde su morada le había previsto, recordándole la importancia que tenía la travesía.

Una fría mañana de noviembre, las nubes comenzaron apilarse como si se tratara de un asedio llevado a cabo por destructores Imperiales, claro que a Romilda, asidua a los libros de Historia, le recordaban más a la invencible Armada de Felipe II de España, de la que pudo conocer por los escritos del decimonónico y celebre Historiador Francés: Jules Michelet. Titiritaban sus dientes al compás del ulular de los cedros, aun dentro de su casa, sentía la ventisca helada hasta sus entrañas, pues sus manos entumidas se apretujaban en las bolsas del abrigo que llevaba puesto desde una semana atrás. Por ningún lado la bonanza le sonreía, al menos, no esa cruenta mañana.

Tenía en mente recorrer los alrededores del valle, puesto que había cierto interés en ella por conocer a fondo lo que su nueva vida le obsequiaba. Dio primero un pequeño refrigerio: Brötchen y un poco de café sin leche. Suficiente energía para dar una caminata en busca de alguna curiosidad, ya fuera dentro o fuera del valle; las narraciones ocultistas eran parte de su bagaje literario, sin dejar a un lado su gusto por caminar desnuda entre la penumbra (habito que había fecundado desde su estancia dentro del internado), mientras leía un poco de Madame Blavatsky.

Romilda salió apresurada sin rumbo fijo, tan solo dejo que el camino la condujera hasta donde él quisiera que llegase y ella se sintiera alejada de todo el bullicio. De su terruño había escapado el tedio, la monotonía, aquella maraña de incertidumbres, las cuales, solo denostaban su vivir. Pudo reconocer en el trayecto a ciertos rostros que ante su quisquilles, mostraban un aspecto ufano, hipocrita y a su vez embustero. Ardämm le daba la bienvenida después de varios varias. No había podido dilucidar porque no se sentía parte de ahí; ni las estrofas de Facundo Cabral le daban un sentido de pertenencia.

El arraigo no formaba parte de su andamiaje, de su discurso, ni siquiera de su génesis. Se encontraba perdida en el laberinto creado por Dédalo, aquel arquitecto que bajo las órdenes de Minos Rey de Creta, construyo una compleja estructura donde encerraría al Minotauro. La bestia no había hecho su aparición, al menos no como debería ser.

La lluvia arreciaba durante el trayecto. Su travesía se vio interrumpida por la angustia y zozobra de refugiarse ante las inclemencias que Ardämm mostraba en esos funestos momentos. A lo lejos, vislumbro una edificación es estilo Victoriano, creía haberla visto en los almanaques que la biblioteca tenia resguardados en distintos repositorios. Presentaba un aspecto olvidado, ruñido por el tiempo, sin siquiera guardar la postura para alguna postal de terror: del esplendor a la decadencia.

La sorpresa no se hizo esperar. Una luz iluminaba la ventana del ático, mas nadie hizo acto de presencia; un silencio sepulcral inundo por completo a Romilda, inquietándola más de lo que ya estaba a tempranas horas de la mañana, donde su caminata se había vuelto un ensayo contra su estado anímico. Convulsa como América Latina de los años 70, se encontraba el interior de la casa… los muebles estaban hechos trizas, girones. El tapiz estaba recubierto por sangre, y al parecer era reciente. Algo no estaba bien al igual que ella.

Unos pasos que provenían de arriba de la casa petrificaron a Romilda, hasta llegar a enmudecer el sonoro estruendo provocado por la lluvia. La opción más conveniente ya no era prioridad en ese instante, pues el miedo había invadido la humanidad, no solo de la casa, sino, de quien se atrevía a perturbarla, a desafiarla y revivir el odio engendrado por generaciones. Algo no estaba bien, algo se movía entre los pasillos, entre las paredes… ¿era la propia casa quien había despertado después de un largo letargo? Aquella joven del mar del Norte, quien buscaba encajar donde quiera que fuese, donde se le permitirá vivir tranquila y en paz. Había desaparecido de la faz de la tierra, como si Ardämm la hubiera devorado y escupido en el abismo.

Aun se escucha el viento ulular entre los cedros, por los grises caminos que llevan hacía la arboleda y se pierden entre el bosque. Aun se escucha entre la lluvia los gritos ahogados de Romilda o lo que sea que grita desde el vacío perpetuo, desde la nada. El olvido a grande bocanadas, pronuncia los “siempre”.